lunes, 28 de mayo de 2012

lunes, 29 de agosto de 2011

Soy

Soy las mujeres que he besado
el sol que  me ha dorado
el agua que me ha amamantado
el semen que he derramado
el tiempo que he gastado

miércoles, 27 de julio de 2011


Publicado en versión digital, El libro “Moscas de todos los colores. Barrio Guayaquil de Medellín, 1894-1934” de Jorge Mario Betancur con prólogo del historiador Roberto Luis Jaramillo. http://www.amazon.com/colores-Guayaquil-Medell%C3%ADn-1894-1934-ebook/dp/B0058OO5F4/ref=sr_1_5?s=digital-text&ie=UTF8&qid=1309656206&sr=1-5.



Esta crónica describe el surgimiento del barrio Guayaquil, uno de los más controvertidos e importantes del centro de la ciudad de Medellin, entre los años finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. La historia de este sector está ligada a la historia de la ciudad. Personajes memorables, de todo tipo, hicieron de este barrio el escenario de una cultura popular que se expresó justo en la época de crecimiento y modernización de la segunda ciudad colombiana. Este libro, inscrito dentro de la corriente de Historia urbana, es fruto de una cuidadosa investigación, que colma las expectativas del estudioso y, también, las del lector desprevenido. Mereció el premio nacional de Historia otorgado por el Ministerio de Cultura de Colombia, en 1998.



“Recrear el paisaje de un barrio exige la pasión del dibujante, pero no es suficiente; para lograrlo hay que trabajar con maña, con destreza, con suma habilidad el problema de las fuentes. Aquí el autor hurgó en lo que casi siempre buscan los periodistas: la fuente oral. Solo que aquí la enriqueció porque le aplicó la crítica, la deseable crítica, la exigente crítica a lo que le dijeron; no contento, buscó otras fuentes para armar un tejido con trama, con urdimbre. Hay un encanto adicional: el de los recursos técnicos en la escritura; un desfile de verbos y acciones verbales, el uso de las cursivas para hacer caer en la cuenta al lector de las palabras precisas en la conversación diaria, de metáforas que ya casi se pierden por el desuso. Es, en fin, un trabajo de muy buena escritura con pretexto: contar mucho de lo que pasó en un barrio que ayudó a modernizar a la ciudad y a los recientemente llegados a él”. Roberto Luis Jaramillo, historiador.

sábado, 21 de mayo de 2011

Un largo camino

Parte 1
http://www.youtube.com/watch?v=blDTruvMRFY&feature=related

Parte 2
http://www.youtube.com/watch?v=nGtiPW_6VVI&feature=related

En el 2008, el Museo de Antioquia presentó la muestra Destierro y reparación, con trabajos de varios artistas locales e internacionales. Este video muestra esta experiencia en donde desde diferentes puntos de vista, las obras expresan su lectura de fenómenos que ha dejado varios millones de víctimas en Colombia.

martes, 1 de febrero de 2011

DESHONRA

Calle de El Palo, Medellín, 1896

A la memoria de don Ramiro Aguilar

Por aquel tiempo, todo en la rutina de los habitantes del centro de Medellín, separado en dos por el riachuelo de Santa Elena, auguraba un desenlace feliz para el naciente amor de Alejandro y Carolina; el viudo y la joven parecían destinados a unir sus cuerpos en lechos de rosas y a continuar la vida juntos en la delicia de juegos amatorios, pero no fue así. La tragedia, que ninguno presagiaba, fue atizada por una incontenible, cuantiosa y ardiente correspondencia amorosa.
En ella, fruto provocador de diecisiete añitos, Alejandro despertó el primer amor. En él, reconocido médico de cuarenta y dos años, Carolina reactivó el maltrecho corazón de un viudo católico. Tal vez, nadie lo sabrá y poco importa, se dispensaron una mirada de soslayo, un gesto de travesura, una palabra de cortesía; tal vez, ningún documento lo asegura, los infortunados amantes, observados por centenares de ojos vigilantes, engordaron el gusanillo del querer después de encuentros discretos en una iglesia cercana, en un mercado colorido, en una procesión multitudinaria o en una calle solitaria y empedrada, marcada por las huellas de vacas, perros y gatos.
Por encrucijadas irremediables, sin que pudieran advertirlo, llegaron al amor y a la muerte Alejandro Fernández y Carolina Botero. El señorío, la prudencia, la inteligencia y la riqueza del médico, encajaban de maravilla con la belleza, la clase y la gracia de la floreciente hija de José María Botero Pardo, prestigioso comerciante, habitante de una quinta ubicada en la avenida derecha del riachuelo principal de la población, a cuatrocientos cincuenta metros de distancia del lugar donde la vida de estos tres personajes cambiaría para siempre, al inicio de la noche del 27 de mayo de 1896.
Al finalizar aquel día, Alejandro yacía, frío e inerte, en el anfiteatro local, ante la mirada perpleja de Vespasiano Peláez y Ernesto Rodríguez, dos colegas suyos, médicos legistas, quienes auscultaron su cuerpo y observaron, con ojo clínico, el orificio dejado por la bala, que le atravesó el cuello de izquierda a derecha; a unos cuantos minutos de caminata de este nicho de cadáveres, la hermosa Carolina era presa de una especie de sinrazón refugiada en su aposento, solitario a esa altura de la noche; mientras su padre, José María, y sus hermanos, Eduardo y Enrique, se disponían a esperar el nuevo día tras las rejas, incomunicados, en la cárcel del municipio.
El drama de la calle de El Palo, como los vecinos de Medellín empezaron a nombrar esta tragedia, se incubó un par de años antes, en 1894, cuando Alejandro decidió poner su consultorio de medicina general en un local situado en una de las edificaciones de la margen izquierda de las aguas del Santa Elena, desde donde podía observar, a placer, la mansión de los Botero, ubicada en la avenida opuesta del arroyo, justo casi al frente de su ventana.
Además de la imponencia de las crecientes ceibas, el paso del agua proveniente de la montaña de oriente y los males de los parroquianos que buscaban alivio a sus achaques, el médico comenzó a prestar cuidado a los movimientos de las dulces muchachas de don José María. La camada del rico comerciante, que también incluía algunos varones, empezaba a mudar de la niñez a la juventud y llamaba poderosamente la atención de los vecinos, que pocos años antes se habían deslumbrado con los bailes ofrecidos por José María a otros representantes de la alta sociedad de Medellín.
No hay rastro de cómo fue el primer encuentro pero, más temprano que tarde, los Botero recibieron la visita del viudo de la familia Fernández, quien sin descuidar su cortesía con la matrona de la casa y sin manifestar simpatía por ninguna de las muchachas, no pudo sustraerse a la mirada de una de ellas, que a partir de ese momento le robaría el corazón. Al ver la gracia de Carolina, a la sazón una chica de quince años, bella como suelen serlo las mujeres a aquella edad, debió sentir, de repente, que la vida le daba una nueva oportunidad. Muerta su esposa, aquella joven le proporcionaba razones suficientes para volver a soñar con una mujer. La jovencita, de una belleza abrumadora, respondió con igual interés a las miradas de ese sujeto fino y bien vestido, conocido por su devoción cristiana y su viudez temprana.
Absortos en la levedad del enamoramiento, los dos olvidaron seguir el protocolo de la época. Sin dudarlo, con la intuición y el desenfreno propios de los amantes, Alejandro y Carolina estrecharon el cerco; aprovecharon sus pocos encuentros con detalles insinuantes, como un carraspeo de garganta, una sonrisa, un movimiento de los ojos, el levantamiento del sombrero y los golpecitos del bastón; de aquellas expresiones amorosas, vistas como cordiales e íntimas por las almas de aquel siglo, la pareja saltó a la pluma y al papel; el gesto se volvió palabra dulzona, chocante y patética para el que no la siente, pero suficiente para quien ha caído en la trampa, y las palabras hicieron de las suyas en una correspondencia mutua y secreta, ideada por Alejandro, sin que nadie pueda dar la fecha exacta de su inicio, y secundada por un grupo de sirvientas alcahuetas, ansiosas por conocer y protagonizar historias de amor.
Descalzas, arrastrando faldones hasta los tobillos, y cubiertas con mantillas del cuello a la cintura, Balvanera Ospina, Rosaura Álvarez y Victoriana Garzón, mujeres agrietadas por el sol, pertenecientes a la servidumbre de la casa de Botero Pardo, fueron las emisarias de las furtivas, frecuentes y copiosas cartas de amor escritas por Carolina y Alejandro; pergaminos de esos que, casi siempre, dicen más o menos lo mismo, y cuya única novedad para nuestro caso, tal vez, era que las promesas de felicidad y amor eterno llegaban rubricadas con los nombres de dos víctimas de un romance imposible.
Vaya usted a saber por qué razón, Alejandro no siguió los pasos correctos ante el padre de Carolina. No le escribió, no le solicitó una conferencia, no le hizo saber de intenciones matrimoniales. Celosos del honor femenino, sagaces y estrictos, amamantados en las fuentes de una sociedad cerrada, virginal, seguidora de obispos, curas y monjas, los padres de Carolina adivinaron de inmediato el deseo del médico con su imprudente hija. Sin apelación posible, prohibieron a la bella joven alimentar las pretensiones del viudo Fernández.
El ambiente se volvió pesado en la mansión de José María Botero Pardo; el semblante descompuesto del comerciante modificó los hábitos de la comunidad doméstica; a sus ojos, más cuidadosos que nunca, se sumaron los de su esposa; todo, las actitudes y las conversaciones a media voz de las sirvientas y, en especial, los movimientos de Carolina, les resultaba sospechoso.
Contrario al deseo de Botero Pardo, su pertinaz oposición antes que matar la pasión de Carolina, la aumentó. La correspondencia se multiplicó y la malicia de Balvanera, Rosaura y Victoriana para no ser descubiertas resultó victoriosa. Iban y venían de la mansión a los fueros del médico con los pretextos propios de la vida familiar: que los víveres, que un remedio, que una misa, que una visita de pésame.
Por algunos minutos, Alejandro abandonaba sus tareas de médico y leía las cartas de Carolina, refugiado en su estudio donde, con alta probabilidad, habría un cráneo humano dentado, unos cuantos libros, un escritorio de madera, una vela, papel, pluma y tinta. Al amparo de aquel lugar de su casa repasaba las letras de su niña, que, juntas, formaban requerimientos y requiebres inaplazables: que no aguantaba la opresión de sus padres, que le cortaban las alas, que se sentía asfixiada, que medían cada paso suyo con celo felino, pero que tomaría veneno antes que renunciar a una vida sin él.
Si era de noche, Alejandro encendía la vela; si de día, corría las cortinas para que pasara la luz y procedía a contestar, una a una, las cartas de Carolina. A sus palabras, propias de un pretendiente, agregaba algunas de hombre maduro, seguidor de los mismos mandatos religiosos y sociales profesados por Botero Pardo. En aquellas líneas, que ponía a consideración de algunos amigos, llamaba al sosiego y a la calma a su desesperada corresponsal: que actuara con tino y moderación, que rezara algunas oraciones, y que respetara y obedeciera la autoridad de sus padres.
El médico observaba el movimiento de la gente en los alrededores del arroyuelo, sus puentes y sus malecones arborizados, y estudiaba el segundo propicio para entregar sus respuestas a cualquiera de las tres mujeres de la servidumbre de la casa de su amada, que parecían sincronizadas con él. Alejandro acumuló aquellas cartas de Carolina en un cajoncito de su escritorio; allí las encontraron las autoridades pocas horas después de su muerte, junto con cuatro de su autoría, que su destinataria nunca recibió.
La correspondencia rescatada se transcribió en ochenta y siete folios del sumario abierto contra José María Botero Pardo. El juez, Clodomiro Ramírez, el 30 de septiembre de 1896, después de leer las escritas por la joven creyó haber encontrado la génesis del caso; el agente judicial no leyó en ellas un cuento de amor común y corriente; vio, eso sí, una catarata desbordada de frenética pasión llevada hasta el delirio. Con respecto a las enviadas por el occiso, no tuvo suficiente ilustración en las cuatro halladas en su estudio, porque Carolina quemaba las demás, luego de leerlas, por temor a que sus padres la descubrieran.
En un par de cartas, Clodomiro notó que el drama de la calle de El Palo se habría evitado si Carolina no hubiera renunciado a la decisión de terminar con sus amoríos; la muchacha presentía un final trágico y la culpa afectaba su espíritu; tomó fuerzas de la promesa hecha a sus padres de terminar con el viudo Fernández y se lo notificó a su amante de papel. Aquella decisión frágil se derribó, pocos días después, cuando Alejandro recibió una nota en la que Carolina se excusaba por el acto de debilidad. Como era de esperarse, la correspondencia interrumpida se reanudó con ardor.
De seguro, los contenidos de las cartas de Fernández con la muchacha Botero fueron la comidilla de buena parte de los pobladores de ese Medellín chiquito, que se acostaba a la misma hora que las gallinas y se levantaba con los primeros cantos del gallo. Versiones aumentadas y editorializadas, hartas de adjetivos, acabaron de enmarañar la historia: que el viudo abusaba de aquella criatura, que la niña estaba loca, que era amor puro, que José María era un tirano, que a la familia Botero la habían deshonrado. Unos defendían y otros atacaban a cada uno de los personajes del drama, y sólo parecían coincidir en que la pareja no siguió los pasos correctos para un desenlace feliz.
Lección aprendida por el juez de la causa, Clodomiro Ramírez, que ese mismo año de 1896, con aquellas frases de Carolina y Alejandro frescas en su memoria, escribió, con todas las imposiciones decimonónicas y el debido sometimiento a la soberanía paterna, una carta a Lázaro Gaviria en la que le rogaba que le permitiera visitar a su hija Rosa, de quien estaba enamorado; lo esencial, escribió Clodomiro, quien dieciséis años después fue gobernador de Antioquia, era que le diera la venia para tratar a la señorita por quien sentía un profundo y entrañable cariño, y que le concediera su mano. Por su encumbrada posición en el poder judicial y por el acatamiento a las normas sociales de su tiempo, Clodomiro no encontró obstáculos para casarse con Julia Gaviria. Historia en todo opuesta a la de Alejandro, quien por meses prefirió los vericuetos inciertos de los amores epistolares con Carolina a la exposición pública de sus propósitos con ella.
El médico poco o nada pudo hacer cuando se enteró del encierro al que Botero Pardo sometió a su hija. La insistencia de Carolina sembró de desconfianza y malestar la vida de José María, que sólo pareció retomar el control unos ocho días antes de la tragedia, cuando decidió apelar a su autoridad de padre contrariado. Al comerciante, conocido de trato, vista y comunicación por buena parte de los habitantes del centro de Medellín, servido por su carácter iracundo y exaltado, le fue sencillo habilitar uno de los aposentos de la quinta como celda para su díscola muchacha. Escogió entre la servidumbre a las mujeres para que le llevasen sus alimentos y aguzó vista y oídos para impedir cualquier contacto de Carolina, prisionera en su propio hogar, con el mundo exterior.
El encierro acabó con el correo de los amantes. El silencio obligado del paso de las horas, interrumpido por breves charlas a la hora de las comidas con las tres sirvientas de la casa, sirvió para que la retenida tramara una salida. El 24 de mayo se lo dijo a Victoriana: que el día menos pensado se volaría de aquella prisión, tan parecida a su cuarto de antes, y que correría a buscar refugio en la casa de su amado.
En la escena habitual de la población, el 27 de mayo de 1896 parecía un día más, de esos que todos terminan por olvidar; el arroyuelo de Santa Elena se deslizaba sin apuros ni novedades, como de costumbre; en las iglesias, hombres y mujeres, vestidos para la ocasión, participaban de los oficios en honor de María, y en las calles y cafetines, entre el humo de los tabacos, los parroquianos de ruana o saco, la mayoría de ellos descalzos, se aceitaban la lengua con la chismografía local. Al atardecer de aquel día, Carolina acumulaba ocho días de encierro, Alejandro oraba a la Virgen en la iglesia de San Francisco, y José María caminaba por las calles del centro, rumbo a su hogar.
Este último cruzaba el puente de Junín y se encontró con Luis María Botero, pariente, amigo y socio comercial. Con el sonido de los pájaros y del agua como fondo, el tema de los negocios, predilecto entre ellos, no se hizo esperar. La conversación ganó en interés y el escenario callejero cedió su lugar a la quinta de José María, donde éste invitó a Luis María a beber un trago, cenar una preparación casera y fumar un cigarro. Promediando las seis de la tarde, la matrona de la casa los atendía en la habitación matrimonial; allí hablaron de amigos comunes, de asuntos familiares y probaron un brandy como aperitivo. A esa hora del día, las sombras tomaban posesión de la población; unos cuantos faroles públicos y cientos de velas de esperma encendidas en las casas rescataban a la gente de la oscura noche.
Encerrada, Carolina intentaba descifrar los movimientos de sus familiares y debió sospechar la presencia de la visita; acaso escuchó cuando Luis María solicitó el teléfono, una de las cincuenta líneas de la población en ese momento, para decirle a su mujer que esa noche no lo esperase a comer; también pudo, por qué no, distinguir la voz del invitado intercalada con la de su padre hablando de novelas francesas, elogiando la exquisitez de la cena y la moderación y franqueza del vino español ofrecido por el anfitrión.
En el comedor los acompañaban los dos hijos varones de Botero; Eduardo, de veintidós años, y Enrique, de diecinueve, y las hermanas de Carolina. Los cuchicheos y los alternados abandonos de la mesa por parte de las jovencitas inquietaron a Luis María, y los asoció con el castigo al que era sometida la hija ausente. Terminados los platillos de la noche, en evidente desazón notada por el invitado, las hermanas dispusieron la recogida de la vajilla, mientras Botero Pardo y su esposa lo convidaban a continuar su conversación, de nuevo, en el cuarto de la pareja. Ignoraban los tres adultos que, aprovechando las distracciones ocasionadas por el visitante, Carolina se había escapado de su celda doméstica.
Con el corazón en la boca, y sin mirar atrás, la muchacha corrió a la vivienda de la familia Fernández, ubicada en la calle de El Palo. En el zaguán tomó aire, se acercó al portón y llamó. Dolores Mosquera, antigua criada de la casa, abrió los ojos sorprendida con la extraordinaria presencia de Carolina allí, a esa hora del día. Que dónde está Alejandro, que lo llame, que le diga que acá está su amada, que es urgente, que ella no se mueve hasta hablar con él. La sirvienta apura la entrada de la muchacha a la sala, como quien oculta a un prófugo, y sale a contarle el embrollo al viudo, que estaba por fuera; Carolina logró un poco de sosiego, para su cuerpo palpitante, ocupándose, con mimos y caricias, de las dos niñas del hogar, la hijita de Alejandro, de cinco años, y su sobrina de siete, a quienes el viudo entregaba sus afectos en compañía de su padre Tomás, su hermana Emilia y su hermano Wenceslao, cónsul de Colombia en Barcelona, ausentes del hogar en ese momento.
Pocos minutos después de sonar el toque del ángelus, Dolores encontró al viudo, que salía de misa, en el atrio de la iglesia de San Francisco. Sorprendido con las noticias de su fiel servidora, despachó las escasas calles que lo separaban de su casa en un santiamén.
Sin perder la compostura y a prudente distancia, como le aseguró después Dolores al juez Clodomiro, el viudo conversó, en voz alta, de no se sabe qué con la hija de José María, primero en la antesala y luego en la sala de la moderna vivienda. Las dos niñas, un mandadero de apellido Jaramillo y otra criada de nombre María, completaban el cuadro de personajes con la atención puesta en la pareja. El médico mandó por su padre Tomás y ordenó café para él y Carolina.
En el comedor, los dos viudos Fernández, padre e hijo, cavilaron en la mejor estrategia para enfrentar la imprudencia de aquella muchacha, que permanecía pálida en un sofá de la sala. El viejo aconsejó actuar rápido; consultada por él, Carolina aprobó lo convenido.
En un corredor exterior de su mansión, Botero se paseaba de lado a lado sin parar; Tomás Fernández llegó precedido de Eduardo y Enrique, quienes lo presentaron ante su padre; el viejo Fernández, recibido de mala gana, lo encaró sin dilaciones y le descargó la propuesta: que reconocía acatamiento a su fuero paterno, y quería su consentimiento para el casamiento de sus hijos en tres días. Iracundo, José María interrumpió el habla del emisario, quien se atragantó con el resto de su proposición: que si no consentía en el matrimonio, por lo menos permitiera que Alejandro visitara la ventana de Carolina, y que ella, virtuosa y bien nacida como era, fuera tratada bien y perdonada por la falta cometida. Sin miramientos, Botero Pardo le dio la espalda, y en un rincón del pasillo conferenció a baja voz con sus dos muchachos; después se volvió y le dijo: «Usted es un caballero, lo comprendo; vaya usted con estos dos jóvenes y entrégueles a mi hija». Las malas lenguas, que no son pocas en un poblado de unas cincuenta mil almas, aseguraron días más tarde que, en ese secreteo, el comerciante había ordenado a sus hijos matar al viudo Fernández, por mancillar el honor de la familia.
Eduardo y Enrique cubrieron el corto trayecto entre las dos residencias mucho antes que el viejo Fernández; llegaron descompuestos por la furia y con revólver en mano; desde la puerta de la sala, Alejandro suplicó que no lo mataran en su casa; Tomás, que venía siguiendo los pasos de los hermanos, presintió lo peor, y obligó al mandadero, de apellido Jaramillo, a volar en busca de un policía.
En el corredor de su quinta, con la negrura de la noche por testigo, José María entró en una especie de trance maligno y, con la cabeza revuelta, regresó a su cuarto, donde lo esperaban esposa y amigo; con un inusual tono declamatorio, soltó once palabras, como si estuviese en el proscenio del circo de toros de la ciudad: «Don Luis, me sucede una gran desgracia: mi familia está deshonrada». Sorprendió al invitado el cambio de su anfitrión; con los ojos, buscó apoyo en la esposa de Botero y luego pidió explicaciones a aquella extraña escena. Con el movimiento del cuerpo, José María anunciaba sangre; con el de los labios, respondía a la inquietud de su pariente comercial: «Es que un viudo Fernández ha sonsacado y me ha robado una muchacha inocente».
En la sala de su casa, Alejandro enteró a Carolina del propósito de los invasores y ella se negó a regresar con ellos; Jorge Sepúlveda, guardia civil, apareció en el momento preciso en que los hermanos se desbordaban en cólera por la negativa de la joven y se interpuso entre ellos y Fernández. Los hijos de Botero Pardo, tensos, observaron al viudo tomar del brazo a Sepúlveda: «Retírese a la puerta de la calle y estese allí, que si ocurre algo, yo lo llamo; si he de morir, moriré tranquilo». El policía obedeció y los hermanos murmuraron algo en el zaguán; acto seguido, con igual prisa, Eduardo y Enrique tomaron caminos opuestos; el primero buscó la calle, mientras el segundo irrumpió en la sala de los Fernández, donde permaneció como custodio de Carolina hasta el final del suceso.
Para que no saliera de casa, esposa e hijas, conocedoras del temperamento de Botero Pardo, se abalanzaron sobre su cuello y sus manos; con ellas encima, y ante la sorpresa del testigo, José María logró llegar al cuarto contiguo, abrir un baúl y tomar su navaja de barbero. La acción fue seguida de súplicas de las mujeres y de consejos de Luis María, que lo persuadieron de saldar la humillación a navajazo limpio, como la gente de pueblo. Demudado y en silencio, aceptó la propuesta del invitado de ir en su lugar por la fugitiva.
Enrique, fuera de pie o sentado, no despegaba la mirada de su hermanita y permanecía atento al menor suspiro del médico; pasados unos minutos de la salida apurada de Eduardo, Carolina no aguantó más; su cuerpo, que apenas se hacía mujer, se desvaneció; de inmediato, Fernández intentó auxiliarla pero el guardián se lo impidió; por las buenas y con el debido permiso, Alejandro logró convencer al muchacho, vencido por la inexperiencia y el miedo, y de su estudio trajo un frasquito de botica y lo entregó a su hermana Emilia, que acababa de llegar; la matrona de los Fernández, en remplazo de su madre muerta, enseñada a tratar con pequeños, se sentó al lado de la joven inmóvil y sin sentido, la tomó entre sus brazos y le puso en la nariz un trapo humedecido con el único remedio que había en la casa: aguardiente alcanforado.
Si Luis María no se hubiera confundido al salir de la quinta de Botero Pardo, tal vez, por segunda ocasión, el drama de la calle de El Palo se habría evitado; pero por la agitación, o por la tremenda tarea que llevaba entre manos, quién lo sabe, Luis María se extravió. Por esas cosas de la vida, no buscó la residencia en cercanías al cruce de las calles de El Palo y La Amargura, hoy Ayacucho, sino que desvió sus pasos a una antigua casa de Tomás Fernández. Frustrado su propósito mediador, de regreso, por la avenida izquierda del riachuelo, distinguió las formas de José María y Eduardo en el malecón opuesto; les dio alcance y se unió a ellos camino a casa de la familia Fernández; el alma le volvió al cuerpo cuando escuchó al padre reclamar al hijo el revólver, posiblemente un Smith & Wesson, de los que vendían en el almacén de Leocadio María Arango e hijos; el comerciante recibió el arma y la guardó en el bolsillo de su pantalón mientras le decía a su primogénito que esos eran disparates, que eso no se arreglaba así, y que él acusaría a Fernández por rapto de su hija, y ya.
Eran las ocho y media de la noche y, a la entrada de su casa, Tomás Fernández enteraba de las novedades a su vecino José María Zapata y a dos policías cuando escucharon a tres individuos. Los recién llegados ofrecieron saludos de rutina, tranquilos, corteses. El padre del médico, aprovechando la compañía de los representantes de la autoridad, levantó la voz, y se quejó ante Botero por el atropello de sus hijos que, minutos antes y armados, habían atacado su domicilio; José María, sin perder la compostura y saludándolo de mano, le contestó: «No, don Tomás, qué revólver, ni qué matar», y siguió al interior de la casa, sin que nadie lo detuviera. Aumentó su paso de modo notorio, y dejó atrás a los personajes del zaguán, escoltado por su amigo y su hijo mayor. Alejandro, de pie sobre el umbral de la puerta, lo vio pasar y tomar posesión del centro de la sala, retador, justo en frente de él. Carolina, aturdida; Enrique, firme; Emilia, sorprendida; las dos niñas, inocentes; Luis María y Eduardo, vigilantes, y algunos sirvientes de la casa, alelados, participaban como espectadores, en aquel escenario extraordinario.
Días después, Luis María diría que el viudo enfrentó al comerciante con una amarga queja: «No debe entrar así, cuando yo he procedido con tanta decencia». Como única respuesta, Alejandro recibió un balazo, que le destrozó la aorta. Segundos eternos para los presentes; Carolina cayó de la silla, Luis María y los hermanos Botero se abalanzaron sobre el agresor, a quien no lograron desarmar; Emilia se debatía entre socorrer al moribundo o enfrentar al atacante, y fue del uno al otro, sin saber qué hacer. José María, acompañado por su corte, se retiró de la escena del crimen; en el zaguán devolvió el arma a su hijo Eduardo: «Tome usted este revólver y sépalo manejar como su padre»; al salir de la casa, el comerciante gritó a la gente que se congregaba en la puerta: «Lo maté y cumplí mi deber».
Con las manos en el cuello, conteniendo la sangre que salía con una generosidad espantosa, Alejandro intentaba frenar la llegada de su muerte, mientras todos iban y venían. Como si le sirviera de alivio, y sin retirar sus manos de la herida, Alejandro salió a la puerta de su casa y sólo encontró la espesura de la noche; volvió a la sala, confundido como puede estarlo un hombre cuando sabe que va a morir, pidiendo a gritos un crucifijo y un sacerdote.
Los policías capturaron a José María y a sus dos hijos, y los vecinos, que ya eran romería, siguieron llegando; unos llevaron a Carolina, como muerta, a su dormitorio, en la quinta de Botero Pardo; otros auxiliaron a los Fernández, y cargaron hasta su cama a la víctima, que seguía arrojando sangre a torrentes por la nariz; hasta el fin, ocurrido quince minutos después del disparo, Alejandro permaneció en silencio y dando vueltas, con el crucifijo en las manos, mientras su hermana lo abrazaba y su hijita, pegada al lecho, lloraba a todo pulmón.
Al día siguiente, los deudos del médico preparaban todo para el sepelio, José María y sus dos hijos paliaban la tragedia, en una celda, y Carolina lloraba las peores lágrimas de su corta vida, oculta en su habitación. Las campanas de las iglesias anunciaron lo que ya casi todos sabían: que Alejandro era difunto. La noticia, como fuego que arrastra el viento, dominó las charlas matinales de los habitantes en el centro de Medellín. La mayoría se dedicó, con holgura y gusto, a parlar de los pormenores de la novedad, durante las siguientes semanas.
Que Botero Pardo mató al viudo porque encontró a su hija con el vestido revuelto y tendida en el sofá, en una actitud que daba la idea de una caída efectiva; que Enrique confundió al padre, pues la muchacha se hallaba en perfecta compostura y que salió del lugar del crimen tan pura como había llegado; que después de la detonación, Emilia enfrentó a José María: «¿Por qué mató a mi hermano?»; que éste disparó su revólver contra ella, pero el arma se trabó, y que luego las autoridades comprobaron que había un cartucho más martillado por el gatillo, aquella noche; que Botero Pardo no fue vinculado por este hecho porque la acusación de Emilia era inaceptable ante la ley y porque alguien más pudo accionar el arma, que pasó por varias manos después del homicidio; que Eduardo intentó ocultar el revólver a los policías; que los presos, sin arrepentimiento alguno, no protestaron su reclusión ni las alusiones en su contra hechas por la prensa de esos días, y que Alejandro Fernández debió morir tranquilo porque obró como cumplido caballero, en el curso de sus castos y desventurados amores; que su muerte le llegó porque no contaba con la imprudencia de Carolina ni con la saña de José María, que creyó lavar con sangre una deshonra imaginaria.
Días más tarde, durante el proceso judicial, Carolina habló del respeto que la víctima le prodigó en vida, pero insinuó que el café ofrecido por él, la noche del 27 de mayo, contenía alguna sustancia tóxica y, también, mencionó una extraña inyección hipodérmica, acaso para salvar a su padre. A Eduardo y Enrique los pusieron en libertad tres días después del crimen y, el 30 de septiembre de ese año, los sobreseyeron por el homicidio de Alejandro Fernández; en ese mismo auto de enjuiciamiento, a su padre, José María, se le formó causa criminal por el hecho y se le negó el beneficio de excarcelación.
Por el mismo tiempo en que se publicó la novela Frutos de mi tierra, de Tomás Carrasquilla, en las semanas de octubre, los alrededores de las iglesias, la plaza de mercado, el circo de toros y las principales calles del centro fueron el escenario de varios voceadores vendiendo un folletín titulado «El drama de la calle de El Palo», relato con apartes del proceso judicial, autorizado y avalado por la familia de la víctima, que se vendió como arroz. La publicación fue preámbulo suficiente para abarrotar de público el juicio celebrado los días 3, 4 y 5 de diciembre, contra Botero Pardo. La multitud que concurrió el primer día al Palacio de Justicia, con el ánimo de saber el final del drama, obligó a las autoridades a acondicionar el teatro local para las dos jornadas restantes.
Decenas de habitantes fueron testigos del veredicto del jurado a favor de José María Botero Pardo, quien se salvó de llevar grilletes o de ser perforado a balazos, frente a un grupo de fusileros; la absolución tampoco se habría hecho esperar, aunque muerto y matador hubieran sido personajes insignificantes, según sostuvieron los tres defensores del acusado y algunos periodistas, que seguían el caso; llegaron a la conclusión de que no se cometió delito en la acepción filosófica y legal de la palabra, y que aquel crimen sólo fue una desgracia social para dos familias notables de la ciudad.
Ese mismo mes de diciembre, pero diecinueve años después, en 1915, Eduardo, el hermano mayor de Carolina, proveniente de Nueva York, ingresaba en el manicomio de Bermejal, ubicado al costado oriental de la ciudad, con una confusión mental crónica e incurable, incubada por una enfermedad y el consumo de alcohol; acaso, alguna vez, los enfermeros y las monjas del establecimiento pudieron distinguir entre las frases, que repetía todo el día y todos los días, hasta su muerte, ocurrida en septiembre de 1929, apartes de sucesos y nombres de un drama de amor, ocurrido en una calle cualquiera, que muchos juzgaron asuntos imaginarios, salidos de la cabeza de un loco.

Muros en el corazón

Documental sobre Medellín en los años noventa. Una mujer narra los sentimientos encontrados que le genera la ciudad donde conviven experiencias creativas y artísticas en mediode la violencia de los narcos

Parte 1
http://www.youtube.com/watch?v=VtzWuxz6qy0

Parte 2
http://www.youtube.com/watch?v=UqgaGLwmWxI