lunes, 3 de agosto de 2009

sábado, 1 de agosto de 2009

Moscas de todos los colores (fragmento de libro)


Tomado de: Betancur Gómez, Jorge Mario. Moscas de todos los colores: barrio Guayaquil de Medellín, 1894-1034. Medellín. Editorial Universidad de Antioquia. 2006

Capítulo Uno

NACER

Rezar, orinar y acostarse

Una temperatura suave, una tertulia familiar, un chocolate espeso, un juego de baraja, un tabaco recién armado, tres Aves Marías y un Padrenuestro cerraban la noche de la mayoría de los cuarenta mil habitantes de Medellín al comienzo de la década de 1890.[1]

En este como “limbo de la monotonía”, como fue descrito por el escritor Tomás Carrasquilla, casi todos los hombres amaron el trabajo por sobre todas las cosas y antes de que el sol iluminara el espléndido valle, estaban dispuestos a sacarle todos los frutos a la tierra. En las afueras de la naciente ciudad, tuvieron fincas fértiles donde cultivaban hortalizas y frutas. Muy cerca engordaban vacas, cerdos y gallinas. En el centro de la población, construyeron casas, edificios, escuelas, colegios y universidad, paseos, museos, teatro, hoteles, bancos, talleres, almacenes, hospitales, plazas, parques y jardines. Varias casas, de hombres honorables, sobresalieron por ser quintas lujosas. Imponentes, se levantaron en las orillas de la quebrada Santa Elena, que recorría la población de oriente a occidente. Las mansiones de José María Amador y de Tulio Ospina fueron orgullo de todos. Ladrillos rojos, verjas de hierro, surtidores de agua, jardines, salones y aposentos resaltaban por sus bellos acabados y exquisitos decorados.

Fueron pioneros en la industria. Celebraron el día patrio de 1893 con la primera exposición de actividades artesanales y pequeñas industrias domésticas en el país. Una multitud recorrió seis salones para ver los avances de los antioqueños en pintura, fotografía, música, tipografía, encuadernación, escultura, cerámica, ebanistería, armería, agricultura, zapatería, talabartería, sastrería, dentistería, cerrajería, y en la fabricación de tejidos de lana y algodón, de objetos de cuerno, y de instrumentos de música.[2]

Visitaban la casa de don Leocadio Arango, quien mantuvo en su residencia un museo propio. La gente que la recorrió se deleitó con la colección de cucarrones vestidos con ropajes dorados, los cuarzos auríferos, las aves disecadas, las mariposas y los muestrarios de oro en polvo de todas las localidades de Antioquia, guardados en frasquitos acomodados en cajas lujosas, a la manera de botiquín homeopático.

Fue Medellín una dama engalanada de oro. Aprendieron a vestirla con él gracias al comercio con regiones mineras. En tierras lejanas lo consiguieron a cambio de vestidos, comidas y bebidas. Hecho polvo, lo condujeron a la Casa de la Moneda para fundirlo y enviarlo en lingotes al exterior.

De Europa y Estados Unidos, los privilegiados de la fortuna trajeron los más sofisticados avances del mundo. Se comunicaron por telégrafos y teléfonos con las poblaciones vecinas, viajaron en tranvía y en lujosos coches, y saborearon un selecto caviar mientras sus hijas interpretaban exclusivas melodías en un piano de larga cola. Amantes de la música, en las últimas décadas del siglo XIX, en los días feriados lucían saco, zapatos, sombrero y bastón para escuchar la retreta que ofrecía la banda musical en el parque de Bolívar. Aprovechaban para mirar la belleza de sus mujeres. Al vaivén de las notas musicales, observaban la soberbia fachada de una catedral en construcción, de donde se veían pequeñas las casas de uno, dos y tres pisos, habitadas por familias de la población.

Aunque ricos y pobres se sentaban en bancas separadas para escuchar la misa, todos eran respetuosos de Dios y de las buenas costumbres, visitaban los templos, rezaban cuatro o cinco veces al día y seguían, con fe ciega, los mandatos del obispo Joaquín Pardo y Vergara y de la Santa Madre Iglesia. Los más acomodados asumieron que los más pobres eran sus hijos. Edificaron una casa para los mendigos, otra para los ancianos, y una más para los que perdieron el juicio. Destinaron unos días de la semana para dar de comer, en sus cocinas, a los “pobres vergonzantes” y siempre auxiliaron a los infelices, que jamás llamaron en vano a sus puertas.[3]

En los mínimos ratos que dedicaban al ocio, iban al teatro, escuchaban zarzuelas y operas, observaban simpáticas corridas de toros, y admiraban compañías de acróbatas, contorsionistas y maromeros. Algunas veces, al anochecer, a la luz de velas colocadas en candelabros y arañas, las damas y los caballeros asistieron con exquisita cultura e irreprochable compostura a las fiestas de salón. Fueron bailes de alta sociedad ofrecidos por un don Marceliano Callejas, un don Gabriel Echavarría, un don Alejo Santamaría, un don Víctor Gómez, o un don Carlos Coriolano Amador, o algún otro privilegiado de la riqueza. Por lo general allí se decidió, entre músicas y vinos, la suerte de un negocio o el pacto de un nuevo matrimonio.[4]

Sin luz eléctrica, las sombras en las calles se volvían tenebrosas. Fantasmas y seres de otro mundo se tomaban la población. Pero no había que temer, todos estaban en casa. Al amparo de una vela de cebo, un candil, una bujía de esperma, o una lámpara de petróleo, preparaban el sueño, reincidiendo en un par de oraciones para descansar con las conciencias tranquilas. En este “limbo de la monotonía” la escena se repetía. Una temperatura suave, una tertulia familiar, un chocolate espeso, un juego de baraja, un tabaco recién armado, tres Aves Marías y un Padrenuestro para cerrar la noche. Mierda, pura mierda.

Manchar

"Pura mierda" dijeron uno a uno, en la mañana del jueves santo de 1894, los caminantes de una calle llamada Santamaría, reconocida como la carrera Cúcuta, habitada por gente humilde en terrenos donados por la acaudalada familia del mismo apellido. Las puertas, cerraduras y tableros de todas las casas de ese lugar de la población amanecieron embadurnadas con materias fecales.[5]

La repugnante acción fue atribuida a “bárbaros”, gente sin dios ni ley, que osó desafiar, con semejante escándalo, la tranquilidad de un tiempo santo. Alguien merecía castigo.

A nadie le extrañaba la mierda en sí. Por ser Medellín un lugar sin alcantarillados y con muy escasas letrinas y desagües, sus habitantes se procuraban discreto excusado en cualquier parte. La infinidad de mangas y potreros, matizadas por arbustos y flores, y la presencia de corrales y pesebreras favorecían la situación. Fue normal, que muy temprano, cada día, el incipiente sol de las seis de la mañana sorprendiera a tenderos, artesanos, carpinteros y toda clase de comerciantes arrojando desperdicios y basuras a las calles. Pero aquello era distinto. Un ataque asqueroso. ¿Por qué alguien había "ensuciado" las puertas de sus vecinos con mierda?, ¿Quién se había tomado el “repugnante” trabajo de "manchar" sus manos con tal "inmundicia"?.

En esa semana santa de 1894, nadie supo responder estos dos interrogantes en Medellín.

Muchos tenían razones para manifestarse ante los otros con semejante "porquería". Los mendigos, las putas, los hijos calaveras de la elite paisa, los vagos, o los locos de atar. Cualquiera pudo embadurnar de mierda las puertas aquella noche. Nunca se supo quién fue. Por rabia, por odio, por escandalizar, por protestar, por placer o por locura alguien aprovechó las sombras para marcar las puertas de la calle de Santamaría. Nunca se supo porqué.

Los excrementos, a la entrada de las casas, eran otro símbolo. Por supuesto, no el de la "limpieza y el orden". Eran el indicio "mugroso" de un pequeño poblado, que comenzaba a parir una ciudad "entre pesebreras", con la complejidad propia de cualquier sociedad de humanos, donde reinan intereses diferentes. De algún modo se había levantado la parte oculta, la cloaca, de aquel como “limbo de la monotonía”.

En Medellín, muchos conflictos seguían sin resolver en la década de 1890. La discriminación, la segregación, la persecución política, los abusos de autoridad, la corrupción, la delincuencia, la criminalidad, la guerra y el hambre, acentuados por la langosta, el invierno y las pestes que afectaron los cultivos en todo el país, le quebraron el espinazo a la rutina de los últimos años del siglo XIX.

Los negros, las mujeres, los forasteros, los niños y los que no hubieran podido "blanquear" su condición por las gracias de la fortuna, pagaron un alto precio en humillaciones, ofensas y discriminaciones para ser aceptados como pobladores de tercera.

En 1892, diez estudiantes de medicina, protegiendo con batas sus camisas finas y pantalones de paño, diseccionaron, con minúsculos bisturís, el cadáver de un negro, en el cementerio de San Lorenzo, conocido como el de "Los Pobres".[6] Tirado sobre la mesa de madera, el cuerpo sin vida de este hombre escenificó, el destino de los excluidos, condicionados por su posición social. Y, oh paradoja, el cadáver del poblador de tercera, del despreciado, del que expele olores repugnantes, se ofreció para que los futuros doctores, hijos de la elite, conocieran la ciencia que aumentó su poder.

A finales de 1893, fue usual escuchar gritos aterradores provenientes de la prisión. Por su afición a los naipes y a los dados, un preso fue obligado por su carcelero al tormento del cepo de campaña. En cuclillas, el infeliz soportó, entre los muslos y el vientre, el peso de treinta barras de hierro, que le destrozaron los dedos pulgares.

Durante los días que don Fidel Cano, director del periódico El Espectador, estuvo tras las rejas, por su pertinaz oposición al gobierno conservador, no salió de su asombró con la crueldad de los carceleros. Por “meras sospechas”, vio castigar a un hombre con un método "repugnante". En uno de los patios, con el sol encima, desnudo, el desgraciado fue cargado por varias horas con largas y pesadas cadenas.

No corrieron mejor suerte los propios soldados del servicio de guardia carcelario. Cinturones y espadas de cabos y oficiales, manejados con destreza, marcaron con golpes sus espaldas para enseñarles el significado de la palabra obediencia.

Las mujeres tampoco escaparon a las torturas. Aterrada, la noche del 7 de junio de 1892, una prostituta se desmayó en la cárcel municipal. Momentos antes, un carcelero, habilitado de verdugo, con varios policías y en presencia de algunos funcionarios, cortó la cabellera a otras tres putas. Obedeció la orden de limpieza, señalamiento o profilaxis, emanada por una junta que reunió a gobernador, alcalde y autoridades de policía. Temerosos de las venéreas, que abundaban en Medellín, creyeron solucionar el asunto distinguiéndolas de las demás, marcándolas como mujeres mal reputadas, rapando sus cabezas.

Al día siguiente, el rumor de la infamia se esparció veloz por calles y casas. Como de costumbre, la sociedad dio la espalda a las pecadoras de la carne. Nadie hablaba en público de ellas, aunque casi todos sabían que fraguaron su sexo con clientes de doble faz, en la espesura de una noche sin luz, en "cuevas" de barrios alejados como Guanteros. Por esos años, el pudor y la moral no permitieron que el sol de Medellín conociera de amores ilícitos.[7]

Los animales vagabundos tampoco escaparon al afán limpiador de los guardias civiles. La luz del amanecer sorprendió los cadáveres de perros muertos en las calles, en los primeros meses de 1892. Provistos de tósigos letales, los policías envenenaron a centenares de sabuesos, que vagaban de un lado a otro de la población. Olvidaron, eso sí, los refinados métodos de ciudades "civilizadas" como París y Nueva Cork,[8] donde se evitaba todo lo que fuese ejemplo de crueldad.

Un tal general Jaramillo, trató como perros a los hombres y mujeres que "reclutó" para la construcción del Ferrocarril de Antioquia, en la colonia de Pavas. En 1891, comandó los trabajos con férrea disciplina, gracias a las sutilezas del látigo, el palo y el cepo.[9]

Una muchacha Serna, se fugó con un preso, luego de que el general la obligó a casarse con un muchacho que no amaba. Atrapados unos días después, como castigo, ella debió llevar guadua hasta el campamento, y de allí al guadual arrastrar sobre la espalda a su compañero de fuga.

Como si todo anduviese a las mil maravillas, por los días de la fuga, las principales familias de Medellín ofrecieron un espléndido baile a los representantes de la Casa Punchard, Mac Taggar, Lowter & Co. de Londres, constructora del ferrocarril. En un español burdo, los ingleses hablaron del progreso y la civilización que ellos proporcionarían con la terminación de la obra.[10] La belleza de las damas invitadas y las particularidades del champaña, lograron que todos olvidaran, en aquella velada, al tal general Jaramillo y los descalabros y la corrupción del ruinoso contrato realizado con los ingleses.

Los engaños de los británicos sumados a las tretas y mañas de varios nacionales, entre ellos algunos ministros, funcionarios estatales y respetados señores de Medellín, originaron un escándalo cuando pretendieron enriquecerse a costa del contrato, sumando sus nombres a los de infames salteadores de cuadrilla.[11]

Las familias de pro, como llamaron a las prósperas de la población, sí se alarmaron por el aumento de robos, esos de menor categoría, en la ciudad. Muchas tapias de las residencias fueron escaladas y cajas fuertes de los negocios violadas por miserables y hambrientos ladrones.

En 1893, apareció la -muy probablemente- primera estadística criminal en un periódico local. Con un fogonazo de pistola rústica o el filo de un cuchillo o el contundente golpe de una piedra o de un garrote, 549 personas fueron asesinadas entre 1889 y 1893 en Antioquia. La mayoría de los casos se presentaron los domingos, días feriados, y bajo los efectos del alcohol.[12] Ni la pena capital, vigente para entonces, detenía a los asesinos.

No sólo el filo de los cuchillos causó muchas muertes ese año. Un empecinado y violento invierno diezmó los campos de la región antioqueña. El hambre y las pestes hicieron de las suyas. Las gripas y los catarros se volvieron temidas neumonías. El asma y la bronquitis se recrudecieron con las aguas. Lo propio hizo la viruela, el tifo, la tisis y la implacable tuberculosis. [13]

Durante estos últimos años del siglo XIX, los habitantes de Medellín vieron, oyeron o supieron de discriminaciones, persecuciones, abusos, ofensas, humillaciones, atropellos, señalamientos y castigos, pero callaron. Aprendieron la lección que desde los púlpitos enseñaron los curas, que publicaron los periódicos, y que en las mesas de comedor reforzaron padres y madres: ver, oír y callar. La clave de vivir en sociedad residía en no permitir la propagación del escándalo. El agua no logró borrar la marca de la mierda en las puertas. La embadurnada de ese jueves santo no se redujo a un asunto de limpios o sucios. Fue, más bien, el indicio de una confrontación subterránea entre culturas encontradas.

La elite, con sus obispos, matronas, y cronistas de diario ignoraron la expresión de una cultura popular forjada por seres anónimos, muchos de ellos forasteros. Ilusos, seguían gritando las hazañas de una supuesta raza amante del trabajo duro, la religión y la familia. Reconocieron el conflicto en rincones escondidos de homilías y páginas de periódicos, que alertaban contra los poderes del diablo, personificado en bebedores, jugadores, mujerzuelas, vagabundos y ociosos.

Por momentos calculada, por momentos espontánea, por momentos cercana, por momentos lejana, esta confrontación sirvió para que los nuevos actores buscaran acomodo, así fuese a codazos, en los recovecos libres. Moscas de todos los colores salpicaron el almíbar de la nueva ciudad, que se paría “entre pesebreras”.



[1] Tomás Carrasquilla, "Enredos e incongruencias", citado por: Clímaco Vélez, ed, Medellín 1675-1925, 1925, p. 165.

[2] Periódico El Movimiento, Medellín, julio 26 de 1893, Sala de Periódicos Universidad de Antioquia (En adelante Sala U. de A.).

[3] Periódico El Espectador, Medellín, julio 13 de 1892, Sala U. de A.

[4] Luis Latorre Mendoza, Historia e Historias de Medellín, Medellín, Imprenta Departamental, 1934, p. 379-380.

[5] Periódico La Correspondencia, Medellín, marzo 31 de 1894, Sala U. de A.

[6] Estudiantes de medicina diseccionan un cadáver, fotografía tomada por Melitón Rodríguez, Medellín, 1892, Archivo Fotográfico Biblioteca Pública Piloto (En adelante B.P.P.)

[7] Von Schneck citado por: Marta Villa, Formas de ocupación y apropiación del espacio urbano en Medellín, Tesis Universidad Nacional (En adelante U.N.), Medellín, 1895, p. 209.

[8] Periódico El Espectador, Medellín, abril 9 de 1892. Sala U. de A.

[9] Ibid, 5 de marzo 1891.

[10] Periódico Las Novedades, Medellín, enero 5 de 1893, Sala U. de A.

[11] Ibid, octubre 6 de 1893.

[12] Periódico El Movimiento, Medellín, abril 21 de 1893, Sala U. de A.

[13] Periódico Las Novedades, Medellín, enero 5 de 1894, Sala U. de A.


Mosca de todos los colores (Video documental)

Documental: Moscas de todos los colores. Duración 55 minutos. Concepto Visual. Año 1998.


 

Para ver el resto del video copiar y pegar los siguientes links

2. http://www.youtube.com/watch?v=vtTXUF3uYsw
3. http://www.youtube.com/watch?v=YIhSH5A-vFA
4. http://www.youtube.com/watch?v=Dem8Pkmwgmw
5. http://www.youtube.com/watch?v=1ZO3YzVdHTE
6. http://www.youtube.com/watch?v=G75TspiF2cw

lunes, 27 de abril de 2009

Argollas para una mujer negra. Fracción de Belén, Medellín, 1898

Dominada, tomó la lezna y rompió la débil carne de su sexo en cuatro ocasiones. Por los pequeños orificios la sangre se desató. En segundos, las gotas se convirtieron en chorritos rojos golpeando el piso de barro, dibujando caprichosas formas, que la tierra tragó sin afanes. Atemorizada, Elisa Uribe vio cómo su marido Lisandro Palacio, que segundos antes sostenía en su puño un cuchillo de cocina, se apoderó de su cuerpo tendido en el suelo. Atareado con la hemorragia, el hombre guardó el arma y tomó dos argollas de cobre rudimentarias, y con sus manos ensangrentadas las pasó por los huequitos de aquella carne trémula.

A una pulgada de distancia quedaron los dos aros que, desde esa navidad del año de 1898, llevó en su vulva esta mujer negra, habitante de Belén, un poblado insignificante ubicado en las afueras de Medellín.

El hombre de pelo ensortijado, frente ancha, labios gruesos, dientes blancos, casi lampiño, con cicatrices de viejas heridas de puñal cerca de su oreja derecha, cuerpo robusto y dos años menor que su esposa y negro como ella, llegó embriagado de una rabia viscosa e ineludible a su estrecha casa de paja y tierra pisada. Gritó, sudó, tembló y la acusó de adulterio mientras terminaba de ajustar las arandelas que mandó a fabricar días atrás, por unos cuantos pesos, a un platero del lugar. La amenazó de muerte y la obligó a sellar sus partes para que nadie, ni siquiera él, gozara la incierta sensualidad de aquella maltrecha mujer de cuarenta años.

Esa noche, con los sentidos alelados y el alma en vilo, Elisa dispuso su cuerpo gastado y humillado para un sueño inquieto. Acompañada por el terrible sonido de las cigarras, la venció el peor día de su vida. Fatigada cerró sus párpados y sintió que un frío, nacido entre sus piernas, le quemaba la piel. A la mañana siguiente, extraviada y como sonámbula en un desconocido valle de lágrimas, despertó y alimentó a sus cinco infantes, balbuceó un par de palabras, preparó emplastos y remedios caseros para su cruel herida y maldijo a su marido.

Lisandro, lejos, sintió el calor de la tierra subir por sus pies desnudos y toscos. Miró las vacas, los árboles y el naciente sol. Nada logró calmarlo. A su agitado mundo interior regresó, sin tregua, la visión de su mujer asediada, halagada, provocada por Bautista Guzmán. Una y otra vez aquella imagen, recuerdo lacerante de su honor de macho pisoteado, se enredó con la visión de Elisa temblorosa, hincada, perforándose con sus propias manos. Para liberar a su cabeza de aquellos torbellinos, quizás pensó en que lo sucedido era un mandato divino, o en las palabras que desde niño le oyó decir a los curas y a las monjas sobre la fidelidad matrimonial, o en los males de la traición; o tal vez, su pensamiento se distrajo en las diminutas cosas de una tarde de campo mientras su figura gruesa y achatada se confundía con el verde rutinario de todos los días.

Al terminar sus labores, a la hora en que el sol se oculta en las montañas del occidente, regresó a su precaria y solitaria casa, lejana del camino principal. Ese día, la pareja y sus hijos comieron frijoles con arepas de maíz y bebieron un agua de caña dulce caliente, y rezaron las oraciones del fin del día, que era toda la música de aquella familia para protegerse de la misteriosa y oscura noche. Parecía que nada cambiaría su rutina, pero antes de acostarse, Elisa temió que algo peor le sucedería al ver que su marido, acechante y silencioso, se acercaba a ella. Desde aquel instante, el hombre agregó una actividad más a la monótona vida de este hogar pobre. Con la autoridad aprendida en doce años de matrimonio, obligó a su mujer a desnudarse para revisar que aun tuviera las argollas en su lugar. Ensimismada, ella obedeció.

Para Elisa la ruina comenzó unas semanas antes cuando daba su leche al sexto hijo del matrimonio y apareció el cuñado de su esposo, Bautista Guzmán. El hombre veloz, ansioso, jadeante apartó a la criatura y se avalanzó sobre la humanidad de la madre, buscando boca y pechos, mientras le decía un par de palabras obsenas. Así los sorprendió Lisandro, que se armó con una enorme tranca de madera, usada para cerrar la puerta de la casa, y la descargó contra la espalda del intruso, quien escapó y logro salvar la vida por la intervención inesperada de Camilo Alvarez, un vecino que se acercó al escuchar la escaramuza.

Cólerico aún, Lisandro volvió la mirada escrutante, ofendida, inapelable a su aturdida mujer. Ella replicó: el ataque del seductor, oportunista como un felino, la dejó sin voz; quiso gritar, llamar a su marido pero no pudo. En medio de las explicaciones y reclamos, expresados en llanto y sudor, Lisandro tomó la decisión de ir a la inspección de su poblado porque no quería que alguien lo acusara de maltrato arbitrario sobre su mujer. Al llegar, el inspector calmó al desesperado hombre, que insistía en no vivir un minuto más con su infiel compañera. Ofuscado, aceptó un exámen para verificar los daños causados a su esposa por el atacante. No hubo contacto carnal, dijo el médico, después de auscultar a Elisa.

Exhaustos regresaron a su casa. En ese pasaje, viendo a su esposo descompuesto, caminando a pie limpio, ella debió entender que su vida no volvería a ser la misma. Tenía razón, desde ese día, el gusano de la desconfianza se apoderó de su marido y comenzó a destrozarlo por dentro.

El fantasma del suceso provocado por Guzman se apoderó de la casita y se llevó todo al diablo. A los días de una vida de perros siguieron los días de la ofensa y los vejámenes. Primero fue el escenario de la ironía, de la pulla, de la frase desconcertante. Ella, triste y desesperada, dejó de comer por varios días. Él, resentido, hizo lo propio. Cualquier conversación, por simple que fuera, los atrapaba sin remedio en el mismo asunto. Tal era el cansancio de aquella celada del destino que los dos coincidían, cada uno a su modo, en que sólo la muerte traería el reposo definitivo. Del alba al crepúsculo y de éste a áquella, por las semanas que siguieron, Elisa escuchó las puntillosas, tormentosas e interminables palabras de Lisandro.

La idea de asegurar la fidelidad de su mujer se convirtió en idea fija para este negro dedicado a negociar y cuidar vacas en las afueras de la rústica y limitada localidad de Medellín.

Una de aquellas tardes, cercanas al fin de aquel año de 1898, ella respiró un aire suave y tibio, como quien se despoja de una armadura, cuando su compañero le propuso cesar, en adelante, toda relación sexual. La sensación de alivio duró un par de minutos porque, acto seguido, Lisandro le dijo que se colocara unos candados para tranquilidad de los dos. El terror tomó posesión del cuerpo de Elisa y casi en trance, sospechó que un extravío se había apoderado de la atribulada cabeza de aquel ya desconocido cónyuge, quien, redondeando las imágenes que dominaban su mente, para dar forma definitiva a su concebido dispositivo, le insinuó el uso de un material diferente al oro, que a él le resultaba costoso y estorboso. El terror cedió paso a un espanto, que no se puede expresar en vocablos, el día que lo vio llegar a casa con las argollas de cobre. En las tres semanas siguientes ese espanto se transformó en odio, acumulado atardecer tras atardecer, cuando la mujer, incapacitada para sus labores ordinarias, debía quitarse las ropas y mostrar la vagina argollada a la mirada vigilante de su marido.

Pasados unos cuantos días del nuevo año de 1899, Lisandro sintió los arrebatos del sexo escaso, ocultó del rostro las muecas de desprecio y se acercó a Elisa para saciar sus ganas. Amparado en los deberes de un casamiento ante cura, convenció a su desconcertada mujer para que apartara una de las argollitas y la penetró, después de la puesta del sol. Durante el coito, uno de los aros de cobre desgarró la carne y quedó sujeto de un solo agujero. Así lo encontró él al examinar las partes de ella, en su revisión diaria, después de los alimentos y el rezo, en la noche del día siguiente. Obligada, como tres semanas antes, ella tomó la aguja y abrió un nuevo hoyo por donde introdujo la argolla zafada.

Al paso de los días de mediados de enero de ese año se agregaban los rumores y las charlas en voz baja de los vecinos de la desventurada pareja. El estrecho universo de Belén se volvió un infierno para Elisa. Pronto supo, por la actitud avergonzada de sus amigas y comadres, que ya era notorio y público el suceso de aquellos aros incrustados en su vulva.

Una de las primeras en conocer la historia fue Rosa Vélez. Se la contó el propio Lisandro. Éste la obligó a callar la boca, cuando Rosa le cobraba unos reales. Por ese momento, la pasmada señora olvidó la vieja deuda cuando escuchó la parte final de la frase. Tengo a mi mujer argollada, le puse dos argollas y con ellas está, le dijo y se marchó. Un par de días antes, o después, fue Josefa González la soprendida, al oir un relato similar de labios del mismo protagonista. Al principo no le entendió nada porque en medio del comentario usó una extraña palabra, candidado, desconocida para ella. Increpado fue al grano y le contó que había colocado unos candados a su esposa. Por cuchicheos, murmullos, secreteos y decires, estas mujeres y muchos otros personajes de aquel pueblo chiquito, cada uno a su particular modo de ver y entender el mundo, terminaron de armar aquel rompecabezas, que involucraba a dos de sus vecinos, un hombre y una mujer, con alta probabilidad descendientes de viejos esclavos negros del lugar.

Mientras su marido atizaba el fuego de las murmuraciones, Elisa intentó olvidar el ultraje con los oficios de todos los días, pero los movimientos de su cuerpo, fuera dando de mamar al más bebé de sus hijos, recolectando verduras, cortando caña o partiendo leña, le avivaban el roce del metal sobre su carne. En las noches, la afrenta tomaba forma en los ojos escrutadores de Lisandro que, sin apelación, hacían un movimiento imperceptible sobre los aros de cobre. Cerca de un mes llevó las argollas en su sexo, hasta el momento en que Lisandro las retiró, conmovido por una súplica suya.

Por muchos días Elisa no dijo nada, pero el 13 de febrero de 1899 sorprendió a su marido y a sus vecinos. Pidió hablar con el inspector de policía José María Pérez y expuso, después de jurar ante un libro de las sagradas escrituras, lo que ya muy pocos desconocían en aquel lejano paraje de Medellín. Por ser analfabeta, firmó en su nombre un testigo, un tal Agapito Pérez. De inmediato, el funcionario ordenó el comienzo de un sumario por maltratamiento contra Lisandro Palacio.

Favorecidos por las distancias cortas, ese mismo día desfilaron por aquella oficina dos médicos peritos y dos testigos. Los doctores, Ezequiel Velásquez y Clemente Zuluaga, estudiaron las huellas dejadas por las argollas y afirmaron que hallaron en los pequeños labios de la vulva de la denunciante una perforación en cada uno de ellos, causadas con un instrumento punzante como una aguja o un alfiler, que al parecer permaneció allí algún tiempo. A ellos, siguió la declaración de Camilo Álvarez, el hombre que evitó un final desgraciado a Bautista Guzmán, atacado por Lisandro cuando intentaba tomar por la fuerza a Elisa. Al iniciar su relato, el hombre intentó escudar sus afirmaciones en los rumores, y dijo que, sin constarle, todo lo sabía por chismes. Antes de firmar recordó, quizás por el temor a pecar con un juramento en vano, que el propio Palacio le confesó, pocos días después, que había argollado a su mujer por lo sucedido con su cuñado. El escribano terminó su trabajo aquel día usando pluma y tinta y pasando al papel las palabras, ya conocidas, de Rosa Vélez.

Tres días después, Lisandro se presentó y, sin apremio ni juramento alguno, respondió a un par de preguntas del inspector local. Dijo ser católico, apostólico y romano, casado, negociante y de 38 años de edad. Dijo que daba indagatoria por la cuestión de unas argollas que se puso, por gusto propio, su mujer Elisa Uribe. Dijo que ella le pidió permiso para colocarse las dos argollas pequeñas de cobre. Dijo que accedió al deseo de ella por recuperar la tranquilidad del hogar, perdida desde el momento en que la encontró próxima a un acto carnal con un hombre que no era él, su legítimo marido. El secretario le pasó una pluma, y lo vio firmar. De inmediato se dirigió a Elisa, que esperaba su turno, y le recibió la segunda declaración en aquel sumario, que no superaba los tres folios. Ella se retractó. Dijo que las providencias dictadas por el señor inspector limaron las desavenencias con su esposo. Dijo que Lisandro obedecía su promesa y respetaba los mandatos del funcionario. Dijo que creía en él y en su arrepentimiento sincero. Dijo que reinaba en el hogar la paz y la tranquilidad con visos de larga duración. Dijo que haría cualquier sacrificio para mantener la armonía doméstica, que por esos días disfrutaban. Dijo que no soportaría que sus cinco hijos sufrieran un terrible desengaño cuando, convencidos de su propio ser, comprendieran que entre sus padres hubo un antecedente funesto y degradante. Al final pidió la supresión del proceso de aquel juicio porque nada pedía ni quería contra su esposo.

Algunos vecinos vieron caminar a la pareja rumbo a su solitaria morada. Aquella tarde, Elisa olvidó hablar del martirio prodigado por Lisandro durante los tres días que mediaron entre su denuncia y su retractación. Enterado de la acusación en su contra, Lisandro resucitó los términos hirientes, los manotazos a diestra y siniestra, y hasta eventuales golpes con una vara de caña dulce en la cabeza de su mal hablada mujer. Sin importar la rendición de Elisa, durante el mes siguiente, todas las mañanas, antes de tomar unos tragos, santiguarse y salir a laborar, tomó un puñal, en unas ocasiones, o una barbera, en otras, y amenazador, la obligó a flagelarse con un rejo hecho de cuero templado de vaca, que dejaba su espalda roja y cuarteada. Suplicio que nadie supo, hasta algunos meses más tarde, en aquel pobladito dedicado a cultivos domésticos y al engorde de vacas, cerdos y gallinas.

La claudicación de Elisa fue ignorada por el inspector que, el 6 de marzo de ese año, remitió a Medellín la causa. Desde el 22 de ese mismo mes, Jesús Escobar, fiscal primero de la ciudad, asombrado por el caso, al que calificó de célebre, dedicó toda su energía a llevar tras las rejas al negro Lisandro Palacio. Solicitó ampliación de indagatorias a testigos, peritos y al agresor y a la ofendida. Y ordenó a Pérez, el inspector, exigir con premura el candado y las argollas, para trasladarlos al centro de la población.

A la regular procesión matinal de mujeres, llevando a cuestas atados de caña de azúcar para la venta, se sumó el paso de varios testigos, Lisandro y Elisa, que durante algunos días llegaron, desde su fracción, por un caminito estrecho, rodeado de arbustos, guayabos y naranjos, al despacho del Juzgado Primero Superior de Medellín. El escenario con hombres de leyes, escribanos y curiosos, seducía a unos y asustaba a otros. El motivo, las argollas incrustadas en los genitales de una mujer, fue entonces escándalo general. Frases sueltas, dudas inquietantes, datos desconocidos, evasiones temerosas, afectos escondidos, broncas inconclusas entrevieron, acaso, juez y fiscal, en las declaraciones de los implicados.

A todos, doctos y pueblerinos, los acosaba el fetiche de aquel hecho criminal resaltado por el juez Miguel Arango como notorio por su bajeza y detestable por la manera como se consumó. El sumario pasaba de mano en mano, funcionarios de juzgado y policías lo llevaban de una oficina a otra, de donde salía aumentado en adjetivos: cruel, vil, salvaje, infame, negro, inmoral, brutal. ¿Qué artículo del Código Penal aplicar al novísimo delito dentro de la criminalidad local? ¡Qué dirá la civilización cuando lo sepa! ¡Los draconianos pedirían la pena capital para el esposo inhumano y cruel! Nadie puede herir a otro abusando de la mansedumbre o del espíritu opacado por un desequilibrio mental del agredido. La ofendida, negra sin facciones hermosas, ni formas esculturales, y de escasos atractivos espirituales, ¿fue víctima de los celos de su esposo, o del hastío de un matrimonio desgraciado? Inquietudes que por varias semanas acompañaron los comentarios, a las horas del tabaco y el café, de varios habitantes de la población atrapados por aquel suceso.

Las 56 personas que participaron como implicados, declarantes, testigos, peritos, policías y funcionarios del caso tampoco podían sustraer de su voz y pensamiento el término argolla, dispositivo en el que parecían resumir la desventura de aquel matrimonio de negros. Desde el día en que se abrió la causa, el 13 de febrero de 1899, el asunto de las argollas mantenía en suspenso a los participantes del proceso. Desde esa fecha, cuando los doctores Ezequiel Velásquez y Clemente Zuluaga observaron y hablaron de las señas dejadas por el metal en la carne íntima de Elisa, no pararon las habladurías.

En dos oportunidades, el juez superior Tulio Ferrer mandó a los policías de Belén a recuperar las argollas. La primera vez, el 5 de abril de ese año, la atormentada mujer juró que los dos aros, enlazados por una serie de argollitas a una cadena de cobre, se le perdieron, días después de que su esposo se los quitó. La segunda, tres semanas más tarde, ante el acoso del fiscal para que fueran entregadas, en compañía del candado, la pareja envió unas muy semejantes en grandor y grosor, de las cuales el escribano Pablo Julio Morales intentó un dibujo, que aunque lamentable, quedó como constancia gráfica del desaparecido cuerpo del delito, en el folio vuelto 13. En la hoja siguiente, ese 25 de abril, Morales tomó de nuevo la pluma y trazó un par de comillas para plasmar una declaración más de Elisa: “Abrite los huecos y si no te los ponés te mato…[después] arrojé como media pucha de sangre de modo que mi marido mismo tenía que atajar la sangre porque volaba la pluma”.

Acto seguido, el escribano dedujo porqué temblaba el cuerpo de Lisandro mientras respondía a las afirmaciones de su vecina María Josefa González, quien lo acusó de mentiroso. Vacilante, Palacio observó la firmeza con que la mujer lo contradecía en lo dicho por él cuatro meses antes en la esquina de don Tomás Escobar, en cercanías a su casa. En el careo, su semblante palideció y juez, fiscal y secretario tomaron atenta nota de la evidente manifestación nerviosa del acusado. En adelante, resultó inverosímil el relato de Lisandro, evasivo a la hora de responder por el maltrato y envalentonado cuando se trataba de culpar del episodio a su mujer.

Al día siguiente, el inspector de policía de Belén, ante la contundencia de las acusaciones, arrestó a Lisandro Palacio por maltratamiento contra su legítma esposa Elisa Uribe. Cuarenta y ocho horas permaneció tras las rejas, y el 27 de julio abandonó la pequeña penitenciaría del lugar, después de que Marco Velásquez se constituyera en fiador de cárcel segura, con garantía de 200 pesos, para responder por él ante las autoridades. Al salir, el inspector condicionó la libertad de Palacio a que no golpeara, de nuevo, a su esposa Elisa.

Durante el paso de ocho semanas la vida del matrimonio no llamó la atención de sus vecinos y nadie presentó pruebas de otras apaleadas o de nuevas flagelaciones en la casa de los Palacio Uribe. Sin embargo, el 7 de julio, después de estudiar el caso, Obdulio Palacio, Marco Aurelio Montoya y Valerio Bermúdez, integrantes del jurado de acusación, hallaron méritos suficientes para que la justicia le siguiera causa a Lisandro Palacio, hijo ilegítimo de de María del Rosario Palacio, natural y vecino de Belén, como de 38 años de edad. Un día después, el juez ordenó su captura, sin derecho a excarcelación con fianza, y Palacio fue recluido en la cárcel de varones de Medellín.

Con esa malicia tan propia de los negociantes locales, Lisandro intentó ablandar a fical, juez y jurados. Preso en un caserón grande y húmedo contaba su versión a delincuentes de poca monta, que le preguntaban con insistencia detalles de la argollada de su mujer. Exceptuando un par de charlas informales, en sus declaraciones Palacio aseguró que Elisa, de buena, se rompió con una lezna y se colocó los candados para salvar su matrimonio, movida por su debilidad al oír palabras seductoras de otro hombre, cerca al lecho nupcial. Inspirado por su defensor Nicolás Mendoza, y en un intento más por salvar el pellejo, el negrito Palacios, como le decían sus patrones, dijo que adoraba a sus hijos, que se desvelaba por ellos, que los cuidaba con solícito afán, que los enseñaba a rezar, que los hacía dormir y los acompañaba de noche; de su mujer dijo que se habían amado entrañablemente, que dormían siempre en un mismo lecho y que el brazo de él le servía de cabecera a ella para conciliar el sueño. A estas palabras, dichas el 17 de julio de 1899, agregó que el matrimonio había recobrado la armonía y vivía feliz en compañía de sus hijos.

Varios de sus amigos y patrones ratificaron como verdad algunas de las aseveraciones de Lisandro. Hablaron de su condición humilde, de su ignorancia y nula instrucción, de su carácter impresionable y nervioso; hablaron de su respeto por la religión, por los contratos y por la propiedad ajena; hablaron de su buen comportamiento distante del mundo del pecado, los licores, los naipes y las mujeres; hablaron, en fin, de Palacio como un buen hombre de familia y como un buen ciudadano. Ninguno de estos declarantes recordaba la condena de seis días de arresto que pagó Lisandro, impuesta por el inspector de policía de Belén cinco años antes, el 2 de julio de 1895, por desobediencia civil.

Acaso por saber que Lisandro estaba preso y no vendría a cobrarle sus palabras a puñetazo limpio y a rejo pelado, Elisa fue la única persona que lo contradijo. El 11 de agosto 1899, desmintió una a una las afirmaciones maliciosas de él: Quien enseñaba doctrina a sus hijos todas las noches ante la mirada indiferente de su marido era ella, y ya ni recordaba las noches en que éste le prestaba el brazo para que le sirviera de cabecera. Hizo una pausa, buscó en su cabeza, y le resultaron remotos los tiempos de amoríos y afectos de su hombre.

Los rutinarios días finales del siglo XIX sorprendieron a Lisandro apurando tabacos, atrapado y solitario, atento a las sorpresas de una cárcel estrecha y oscura. Por esa época pudo pensar, acaso, en los trabajos de su mujer Elisa para mantener a sus cinco hijos vivos; o tal vez, siguió en su objetivo de resarcir el honor de marido ofendido, ante un público de hampones de medio pelo sediento de historias.

Por un par de meses, afuera, en el escenario público, casi de aldea pueblerina, el escándalo de la argollada había desaparecido, hasta que cierto día, el 18 de octubre de 1899, el policía Julio Londoño recorrió la vecindad de Belén y llegó a la casa de Elisa. Intimada ante aquel sujeto de gorra ancha y representante del poder local, ella preparó su mejor vestido y dispuso a tres de sus hijos, menores de ocho años de edad, para viajar en la mañana siguiente al centro de la población, donde debían participar del juicio final contra su esposo y padre.

Para ese 19 de octubre, el abogado defensor Nicolás Mendoza pidió la presencia de Tomás Quevedo y Juan de Dios Uribe, médicos sobresalientes de la población, para que examinaran y midieran la vulva de Elisa, antes de que el jurado entrara en sesión reservada. Sin que nadie supiera los motivos, los doctores ignoraron la petición del apoderado de Lisandro, y para descanso de Elisa ese día nadie revisó sus ultrajadas partes.

A la una de la tarde, tomó asiento con sus pequeños para asistir a la solemnidad de un evento desconocido, con la presencia de extraños. Observó a tres hombres, elegantes y serios, ocupar el lugar dispuesto para el jurado calificador. Luego escuchó con paciencia la lectura del expediente. Apenada, revivió la sensación provocada por aquel objeto invasor incrustado en su interior y sus largos momentos de amarga melancolía. Miró la figura de su marido, contestando las preguntas de un último interrogatorio. Luego se levantó y obedeció al juez quien la enfrentó, en cara a cara, con Lisandro. Las palabras le resultaron conocidas y huecas. Todo estaba dicho. Regresó a su lugar y se distrajo con sus niños, mientras fiscal y defensor se turnaban en el uso de la palabra.

El juez terminó la audiencia y entregó el expediente y dos preguntas a los jurados: ¿Es el acusado responsable de haber maltratado de obra a su legítima consorte Elisa Uribe colocándole dos argollas metálicas en la vulva y perforándole los pequeños labios de ese órgano? ¿Es responsable del hecho de haber intimidado y amenazado a su esposa, para que sufriera o tolerara en su persona la colocación de las argollas metálicas? A la primera pregunta contestaron que sí, contrario a la segunda a la que dijeron no.

Apoyado en la decisión del jurado, el juez Tulio Ferrer dictó sentencia contra Lisandro Palacio. Determinó que actuó a sangre fría y con crueldad, pues arregló de antemano las argollas, consiguió el instrumento perforante, indujo a la ofendida a que soportase la presencia de esos cuerpos extraños con detrimento del libre uso del órgano lesionado, y con el agravante de que luego tuvo acceso carnal a ella y le colocó de nuevo una de las argollas desprendida en ese acto. Antes de proceder a mencionar la pena, habló de la falta de ilustración del reo y de su buena conducta. Luego levantó su voz y lo condenó a dos años y seis meses de presidio en la cárcel local y a pagarle cuarenta pesos a Elisa, como indemnización por los daños ocasionados. En cuanto a los instrumentos con los que ejecutó el delito, la lezna, el candado y las argollas, el juez ordenó que pasaran de las manos del agresor a ser pertenencia exclusiva del estado colombiano.

En un desesperado intento por salvar a Lisandro de la condena, su defensor quiso banalizar el suceso, que no consideraba horrible, y del que pedía fuera mirado como una extravagancia lastimosa de dos personas que tocan con estrépito las puertas del cretinismo. Sólo logró, una vez más, la libertad bajo fianza de su protegido, el 5 de diciembre de 1899.

Durante nueve meses, Lisandro regresó a su vida cotidiana. En esa larga temporada la pareja tampoco dejó rastros de su vida. Los días pasaron sin saber, con certeza, si el matrimonio de negros regresó al calor del lecho o a las humillaciones del maltrato.

La causa continuó su marcha ineluctable y el 20 de septiembre de 1900, casi dos años después de argollar a su mujer, el negrito Palacios fue entregado por su abogado Nicolás Mendoza a las autoridades para cumplir su condena. Ese remoto día, enterada de la noticia, Elisa debió desear que esos cuantos meses de Lisandro en la cárcel fueran eternos.