lunes, 3 de agosto de 2009

sábado, 1 de agosto de 2009

Moscas de todos los colores (fragmento de libro)


Tomado de: Betancur Gómez, Jorge Mario. Moscas de todos los colores: barrio Guayaquil de Medellín, 1894-1034. Medellín. Editorial Universidad de Antioquia. 2006

Capítulo Uno

NACER

Rezar, orinar y acostarse

Una temperatura suave, una tertulia familiar, un chocolate espeso, un juego de baraja, un tabaco recién armado, tres Aves Marías y un Padrenuestro cerraban la noche de la mayoría de los cuarenta mil habitantes de Medellín al comienzo de la década de 1890.[1]

En este como “limbo de la monotonía”, como fue descrito por el escritor Tomás Carrasquilla, casi todos los hombres amaron el trabajo por sobre todas las cosas y antes de que el sol iluminara el espléndido valle, estaban dispuestos a sacarle todos los frutos a la tierra. En las afueras de la naciente ciudad, tuvieron fincas fértiles donde cultivaban hortalizas y frutas. Muy cerca engordaban vacas, cerdos y gallinas. En el centro de la población, construyeron casas, edificios, escuelas, colegios y universidad, paseos, museos, teatro, hoteles, bancos, talleres, almacenes, hospitales, plazas, parques y jardines. Varias casas, de hombres honorables, sobresalieron por ser quintas lujosas. Imponentes, se levantaron en las orillas de la quebrada Santa Elena, que recorría la población de oriente a occidente. Las mansiones de José María Amador y de Tulio Ospina fueron orgullo de todos. Ladrillos rojos, verjas de hierro, surtidores de agua, jardines, salones y aposentos resaltaban por sus bellos acabados y exquisitos decorados.

Fueron pioneros en la industria. Celebraron el día patrio de 1893 con la primera exposición de actividades artesanales y pequeñas industrias domésticas en el país. Una multitud recorrió seis salones para ver los avances de los antioqueños en pintura, fotografía, música, tipografía, encuadernación, escultura, cerámica, ebanistería, armería, agricultura, zapatería, talabartería, sastrería, dentistería, cerrajería, y en la fabricación de tejidos de lana y algodón, de objetos de cuerno, y de instrumentos de música.[2]

Visitaban la casa de don Leocadio Arango, quien mantuvo en su residencia un museo propio. La gente que la recorrió se deleitó con la colección de cucarrones vestidos con ropajes dorados, los cuarzos auríferos, las aves disecadas, las mariposas y los muestrarios de oro en polvo de todas las localidades de Antioquia, guardados en frasquitos acomodados en cajas lujosas, a la manera de botiquín homeopático.

Fue Medellín una dama engalanada de oro. Aprendieron a vestirla con él gracias al comercio con regiones mineras. En tierras lejanas lo consiguieron a cambio de vestidos, comidas y bebidas. Hecho polvo, lo condujeron a la Casa de la Moneda para fundirlo y enviarlo en lingotes al exterior.

De Europa y Estados Unidos, los privilegiados de la fortuna trajeron los más sofisticados avances del mundo. Se comunicaron por telégrafos y teléfonos con las poblaciones vecinas, viajaron en tranvía y en lujosos coches, y saborearon un selecto caviar mientras sus hijas interpretaban exclusivas melodías en un piano de larga cola. Amantes de la música, en las últimas décadas del siglo XIX, en los días feriados lucían saco, zapatos, sombrero y bastón para escuchar la retreta que ofrecía la banda musical en el parque de Bolívar. Aprovechaban para mirar la belleza de sus mujeres. Al vaivén de las notas musicales, observaban la soberbia fachada de una catedral en construcción, de donde se veían pequeñas las casas de uno, dos y tres pisos, habitadas por familias de la población.

Aunque ricos y pobres se sentaban en bancas separadas para escuchar la misa, todos eran respetuosos de Dios y de las buenas costumbres, visitaban los templos, rezaban cuatro o cinco veces al día y seguían, con fe ciega, los mandatos del obispo Joaquín Pardo y Vergara y de la Santa Madre Iglesia. Los más acomodados asumieron que los más pobres eran sus hijos. Edificaron una casa para los mendigos, otra para los ancianos, y una más para los que perdieron el juicio. Destinaron unos días de la semana para dar de comer, en sus cocinas, a los “pobres vergonzantes” y siempre auxiliaron a los infelices, que jamás llamaron en vano a sus puertas.[3]

En los mínimos ratos que dedicaban al ocio, iban al teatro, escuchaban zarzuelas y operas, observaban simpáticas corridas de toros, y admiraban compañías de acróbatas, contorsionistas y maromeros. Algunas veces, al anochecer, a la luz de velas colocadas en candelabros y arañas, las damas y los caballeros asistieron con exquisita cultura e irreprochable compostura a las fiestas de salón. Fueron bailes de alta sociedad ofrecidos por un don Marceliano Callejas, un don Gabriel Echavarría, un don Alejo Santamaría, un don Víctor Gómez, o un don Carlos Coriolano Amador, o algún otro privilegiado de la riqueza. Por lo general allí se decidió, entre músicas y vinos, la suerte de un negocio o el pacto de un nuevo matrimonio.[4]

Sin luz eléctrica, las sombras en las calles se volvían tenebrosas. Fantasmas y seres de otro mundo se tomaban la población. Pero no había que temer, todos estaban en casa. Al amparo de una vela de cebo, un candil, una bujía de esperma, o una lámpara de petróleo, preparaban el sueño, reincidiendo en un par de oraciones para descansar con las conciencias tranquilas. En este “limbo de la monotonía” la escena se repetía. Una temperatura suave, una tertulia familiar, un chocolate espeso, un juego de baraja, un tabaco recién armado, tres Aves Marías y un Padrenuestro para cerrar la noche. Mierda, pura mierda.

Manchar

"Pura mierda" dijeron uno a uno, en la mañana del jueves santo de 1894, los caminantes de una calle llamada Santamaría, reconocida como la carrera Cúcuta, habitada por gente humilde en terrenos donados por la acaudalada familia del mismo apellido. Las puertas, cerraduras y tableros de todas las casas de ese lugar de la población amanecieron embadurnadas con materias fecales.[5]

La repugnante acción fue atribuida a “bárbaros”, gente sin dios ni ley, que osó desafiar, con semejante escándalo, la tranquilidad de un tiempo santo. Alguien merecía castigo.

A nadie le extrañaba la mierda en sí. Por ser Medellín un lugar sin alcantarillados y con muy escasas letrinas y desagües, sus habitantes se procuraban discreto excusado en cualquier parte. La infinidad de mangas y potreros, matizadas por arbustos y flores, y la presencia de corrales y pesebreras favorecían la situación. Fue normal, que muy temprano, cada día, el incipiente sol de las seis de la mañana sorprendiera a tenderos, artesanos, carpinteros y toda clase de comerciantes arrojando desperdicios y basuras a las calles. Pero aquello era distinto. Un ataque asqueroso. ¿Por qué alguien había "ensuciado" las puertas de sus vecinos con mierda?, ¿Quién se había tomado el “repugnante” trabajo de "manchar" sus manos con tal "inmundicia"?.

En esa semana santa de 1894, nadie supo responder estos dos interrogantes en Medellín.

Muchos tenían razones para manifestarse ante los otros con semejante "porquería". Los mendigos, las putas, los hijos calaveras de la elite paisa, los vagos, o los locos de atar. Cualquiera pudo embadurnar de mierda las puertas aquella noche. Nunca se supo quién fue. Por rabia, por odio, por escandalizar, por protestar, por placer o por locura alguien aprovechó las sombras para marcar las puertas de la calle de Santamaría. Nunca se supo porqué.

Los excrementos, a la entrada de las casas, eran otro símbolo. Por supuesto, no el de la "limpieza y el orden". Eran el indicio "mugroso" de un pequeño poblado, que comenzaba a parir una ciudad "entre pesebreras", con la complejidad propia de cualquier sociedad de humanos, donde reinan intereses diferentes. De algún modo se había levantado la parte oculta, la cloaca, de aquel como “limbo de la monotonía”.

En Medellín, muchos conflictos seguían sin resolver en la década de 1890. La discriminación, la segregación, la persecución política, los abusos de autoridad, la corrupción, la delincuencia, la criminalidad, la guerra y el hambre, acentuados por la langosta, el invierno y las pestes que afectaron los cultivos en todo el país, le quebraron el espinazo a la rutina de los últimos años del siglo XIX.

Los negros, las mujeres, los forasteros, los niños y los que no hubieran podido "blanquear" su condición por las gracias de la fortuna, pagaron un alto precio en humillaciones, ofensas y discriminaciones para ser aceptados como pobladores de tercera.

En 1892, diez estudiantes de medicina, protegiendo con batas sus camisas finas y pantalones de paño, diseccionaron, con minúsculos bisturís, el cadáver de un negro, en el cementerio de San Lorenzo, conocido como el de "Los Pobres".[6] Tirado sobre la mesa de madera, el cuerpo sin vida de este hombre escenificó, el destino de los excluidos, condicionados por su posición social. Y, oh paradoja, el cadáver del poblador de tercera, del despreciado, del que expele olores repugnantes, se ofreció para que los futuros doctores, hijos de la elite, conocieran la ciencia que aumentó su poder.

A finales de 1893, fue usual escuchar gritos aterradores provenientes de la prisión. Por su afición a los naipes y a los dados, un preso fue obligado por su carcelero al tormento del cepo de campaña. En cuclillas, el infeliz soportó, entre los muslos y el vientre, el peso de treinta barras de hierro, que le destrozaron los dedos pulgares.

Durante los días que don Fidel Cano, director del periódico El Espectador, estuvo tras las rejas, por su pertinaz oposición al gobierno conservador, no salió de su asombró con la crueldad de los carceleros. Por “meras sospechas”, vio castigar a un hombre con un método "repugnante". En uno de los patios, con el sol encima, desnudo, el desgraciado fue cargado por varias horas con largas y pesadas cadenas.

No corrieron mejor suerte los propios soldados del servicio de guardia carcelario. Cinturones y espadas de cabos y oficiales, manejados con destreza, marcaron con golpes sus espaldas para enseñarles el significado de la palabra obediencia.

Las mujeres tampoco escaparon a las torturas. Aterrada, la noche del 7 de junio de 1892, una prostituta se desmayó en la cárcel municipal. Momentos antes, un carcelero, habilitado de verdugo, con varios policías y en presencia de algunos funcionarios, cortó la cabellera a otras tres putas. Obedeció la orden de limpieza, señalamiento o profilaxis, emanada por una junta que reunió a gobernador, alcalde y autoridades de policía. Temerosos de las venéreas, que abundaban en Medellín, creyeron solucionar el asunto distinguiéndolas de las demás, marcándolas como mujeres mal reputadas, rapando sus cabezas.

Al día siguiente, el rumor de la infamia se esparció veloz por calles y casas. Como de costumbre, la sociedad dio la espalda a las pecadoras de la carne. Nadie hablaba en público de ellas, aunque casi todos sabían que fraguaron su sexo con clientes de doble faz, en la espesura de una noche sin luz, en "cuevas" de barrios alejados como Guanteros. Por esos años, el pudor y la moral no permitieron que el sol de Medellín conociera de amores ilícitos.[7]

Los animales vagabundos tampoco escaparon al afán limpiador de los guardias civiles. La luz del amanecer sorprendió los cadáveres de perros muertos en las calles, en los primeros meses de 1892. Provistos de tósigos letales, los policías envenenaron a centenares de sabuesos, que vagaban de un lado a otro de la población. Olvidaron, eso sí, los refinados métodos de ciudades "civilizadas" como París y Nueva Cork,[8] donde se evitaba todo lo que fuese ejemplo de crueldad.

Un tal general Jaramillo, trató como perros a los hombres y mujeres que "reclutó" para la construcción del Ferrocarril de Antioquia, en la colonia de Pavas. En 1891, comandó los trabajos con férrea disciplina, gracias a las sutilezas del látigo, el palo y el cepo.[9]

Una muchacha Serna, se fugó con un preso, luego de que el general la obligó a casarse con un muchacho que no amaba. Atrapados unos días después, como castigo, ella debió llevar guadua hasta el campamento, y de allí al guadual arrastrar sobre la espalda a su compañero de fuga.

Como si todo anduviese a las mil maravillas, por los días de la fuga, las principales familias de Medellín ofrecieron un espléndido baile a los representantes de la Casa Punchard, Mac Taggar, Lowter & Co. de Londres, constructora del ferrocarril. En un español burdo, los ingleses hablaron del progreso y la civilización que ellos proporcionarían con la terminación de la obra.[10] La belleza de las damas invitadas y las particularidades del champaña, lograron que todos olvidaran, en aquella velada, al tal general Jaramillo y los descalabros y la corrupción del ruinoso contrato realizado con los ingleses.

Los engaños de los británicos sumados a las tretas y mañas de varios nacionales, entre ellos algunos ministros, funcionarios estatales y respetados señores de Medellín, originaron un escándalo cuando pretendieron enriquecerse a costa del contrato, sumando sus nombres a los de infames salteadores de cuadrilla.[11]

Las familias de pro, como llamaron a las prósperas de la población, sí se alarmaron por el aumento de robos, esos de menor categoría, en la ciudad. Muchas tapias de las residencias fueron escaladas y cajas fuertes de los negocios violadas por miserables y hambrientos ladrones.

En 1893, apareció la -muy probablemente- primera estadística criminal en un periódico local. Con un fogonazo de pistola rústica o el filo de un cuchillo o el contundente golpe de una piedra o de un garrote, 549 personas fueron asesinadas entre 1889 y 1893 en Antioquia. La mayoría de los casos se presentaron los domingos, días feriados, y bajo los efectos del alcohol.[12] Ni la pena capital, vigente para entonces, detenía a los asesinos.

No sólo el filo de los cuchillos causó muchas muertes ese año. Un empecinado y violento invierno diezmó los campos de la región antioqueña. El hambre y las pestes hicieron de las suyas. Las gripas y los catarros se volvieron temidas neumonías. El asma y la bronquitis se recrudecieron con las aguas. Lo propio hizo la viruela, el tifo, la tisis y la implacable tuberculosis. [13]

Durante estos últimos años del siglo XIX, los habitantes de Medellín vieron, oyeron o supieron de discriminaciones, persecuciones, abusos, ofensas, humillaciones, atropellos, señalamientos y castigos, pero callaron. Aprendieron la lección que desde los púlpitos enseñaron los curas, que publicaron los periódicos, y que en las mesas de comedor reforzaron padres y madres: ver, oír y callar. La clave de vivir en sociedad residía en no permitir la propagación del escándalo. El agua no logró borrar la marca de la mierda en las puertas. La embadurnada de ese jueves santo no se redujo a un asunto de limpios o sucios. Fue, más bien, el indicio de una confrontación subterránea entre culturas encontradas.

La elite, con sus obispos, matronas, y cronistas de diario ignoraron la expresión de una cultura popular forjada por seres anónimos, muchos de ellos forasteros. Ilusos, seguían gritando las hazañas de una supuesta raza amante del trabajo duro, la religión y la familia. Reconocieron el conflicto en rincones escondidos de homilías y páginas de periódicos, que alertaban contra los poderes del diablo, personificado en bebedores, jugadores, mujerzuelas, vagabundos y ociosos.

Por momentos calculada, por momentos espontánea, por momentos cercana, por momentos lejana, esta confrontación sirvió para que los nuevos actores buscaran acomodo, así fuese a codazos, en los recovecos libres. Moscas de todos los colores salpicaron el almíbar de la nueva ciudad, que se paría “entre pesebreras”.



[1] Tomás Carrasquilla, "Enredos e incongruencias", citado por: Clímaco Vélez, ed, Medellín 1675-1925, 1925, p. 165.

[2] Periódico El Movimiento, Medellín, julio 26 de 1893, Sala de Periódicos Universidad de Antioquia (En adelante Sala U. de A.).

[3] Periódico El Espectador, Medellín, julio 13 de 1892, Sala U. de A.

[4] Luis Latorre Mendoza, Historia e Historias de Medellín, Medellín, Imprenta Departamental, 1934, p. 379-380.

[5] Periódico La Correspondencia, Medellín, marzo 31 de 1894, Sala U. de A.

[6] Estudiantes de medicina diseccionan un cadáver, fotografía tomada por Melitón Rodríguez, Medellín, 1892, Archivo Fotográfico Biblioteca Pública Piloto (En adelante B.P.P.)

[7] Von Schneck citado por: Marta Villa, Formas de ocupación y apropiación del espacio urbano en Medellín, Tesis Universidad Nacional (En adelante U.N.), Medellín, 1895, p. 209.

[8] Periódico El Espectador, Medellín, abril 9 de 1892. Sala U. de A.

[9] Ibid, 5 de marzo 1891.

[10] Periódico Las Novedades, Medellín, enero 5 de 1893, Sala U. de A.

[11] Ibid, octubre 6 de 1893.

[12] Periódico El Movimiento, Medellín, abril 21 de 1893, Sala U. de A.

[13] Periódico Las Novedades, Medellín, enero 5 de 1894, Sala U. de A.


Mosca de todos los colores (Video documental)

Documental: Moscas de todos los colores. Duración 55 minutos. Concepto Visual. Año 1998.


 

Para ver el resto del video copiar y pegar los siguientes links

2. http://www.youtube.com/watch?v=vtTXUF3uYsw
3. http://www.youtube.com/watch?v=YIhSH5A-vFA
4. http://www.youtube.com/watch?v=Dem8Pkmwgmw
5. http://www.youtube.com/watch?v=1ZO3YzVdHTE
6. http://www.youtube.com/watch?v=G75TspiF2cw