lunes, 27 de abril de 2009

Argollas para una mujer negra. Fracción de Belén, Medellín, 1898

Dominada, tomó la lezna y rompió la débil carne de su sexo en cuatro ocasiones. Por los pequeños orificios la sangre se desató. En segundos, las gotas se convirtieron en chorritos rojos golpeando el piso de barro, dibujando caprichosas formas, que la tierra tragó sin afanes. Atemorizada, Elisa Uribe vio cómo su marido Lisandro Palacio, que segundos antes sostenía en su puño un cuchillo de cocina, se apoderó de su cuerpo tendido en el suelo. Atareado con la hemorragia, el hombre guardó el arma y tomó dos argollas de cobre rudimentarias, y con sus manos ensangrentadas las pasó por los huequitos de aquella carne trémula.

A una pulgada de distancia quedaron los dos aros que, desde esa navidad del año de 1898, llevó en su vulva esta mujer negra, habitante de Belén, un poblado insignificante ubicado en las afueras de Medellín.

El hombre de pelo ensortijado, frente ancha, labios gruesos, dientes blancos, casi lampiño, con cicatrices de viejas heridas de puñal cerca de su oreja derecha, cuerpo robusto y dos años menor que su esposa y negro como ella, llegó embriagado de una rabia viscosa e ineludible a su estrecha casa de paja y tierra pisada. Gritó, sudó, tembló y la acusó de adulterio mientras terminaba de ajustar las arandelas que mandó a fabricar días atrás, por unos cuantos pesos, a un platero del lugar. La amenazó de muerte y la obligó a sellar sus partes para que nadie, ni siquiera él, gozara la incierta sensualidad de aquella maltrecha mujer de cuarenta años.

Esa noche, con los sentidos alelados y el alma en vilo, Elisa dispuso su cuerpo gastado y humillado para un sueño inquieto. Acompañada por el terrible sonido de las cigarras, la venció el peor día de su vida. Fatigada cerró sus párpados y sintió que un frío, nacido entre sus piernas, le quemaba la piel. A la mañana siguiente, extraviada y como sonámbula en un desconocido valle de lágrimas, despertó y alimentó a sus cinco infantes, balbuceó un par de palabras, preparó emplastos y remedios caseros para su cruel herida y maldijo a su marido.

Lisandro, lejos, sintió el calor de la tierra subir por sus pies desnudos y toscos. Miró las vacas, los árboles y el naciente sol. Nada logró calmarlo. A su agitado mundo interior regresó, sin tregua, la visión de su mujer asediada, halagada, provocada por Bautista Guzmán. Una y otra vez aquella imagen, recuerdo lacerante de su honor de macho pisoteado, se enredó con la visión de Elisa temblorosa, hincada, perforándose con sus propias manos. Para liberar a su cabeza de aquellos torbellinos, quizás pensó en que lo sucedido era un mandato divino, o en las palabras que desde niño le oyó decir a los curas y a las monjas sobre la fidelidad matrimonial, o en los males de la traición; o tal vez, su pensamiento se distrajo en las diminutas cosas de una tarde de campo mientras su figura gruesa y achatada se confundía con el verde rutinario de todos los días.

Al terminar sus labores, a la hora en que el sol se oculta en las montañas del occidente, regresó a su precaria y solitaria casa, lejana del camino principal. Ese día, la pareja y sus hijos comieron frijoles con arepas de maíz y bebieron un agua de caña dulce caliente, y rezaron las oraciones del fin del día, que era toda la música de aquella familia para protegerse de la misteriosa y oscura noche. Parecía que nada cambiaría su rutina, pero antes de acostarse, Elisa temió que algo peor le sucedería al ver que su marido, acechante y silencioso, se acercaba a ella. Desde aquel instante, el hombre agregó una actividad más a la monótona vida de este hogar pobre. Con la autoridad aprendida en doce años de matrimonio, obligó a su mujer a desnudarse para revisar que aun tuviera las argollas en su lugar. Ensimismada, ella obedeció.

Para Elisa la ruina comenzó unas semanas antes cuando daba su leche al sexto hijo del matrimonio y apareció el cuñado de su esposo, Bautista Guzmán. El hombre veloz, ansioso, jadeante apartó a la criatura y se avalanzó sobre la humanidad de la madre, buscando boca y pechos, mientras le decía un par de palabras obsenas. Así los sorprendió Lisandro, que se armó con una enorme tranca de madera, usada para cerrar la puerta de la casa, y la descargó contra la espalda del intruso, quien escapó y logro salvar la vida por la intervención inesperada de Camilo Alvarez, un vecino que se acercó al escuchar la escaramuza.

Cólerico aún, Lisandro volvió la mirada escrutante, ofendida, inapelable a su aturdida mujer. Ella replicó: el ataque del seductor, oportunista como un felino, la dejó sin voz; quiso gritar, llamar a su marido pero no pudo. En medio de las explicaciones y reclamos, expresados en llanto y sudor, Lisandro tomó la decisión de ir a la inspección de su poblado porque no quería que alguien lo acusara de maltrato arbitrario sobre su mujer. Al llegar, el inspector calmó al desesperado hombre, que insistía en no vivir un minuto más con su infiel compañera. Ofuscado, aceptó un exámen para verificar los daños causados a su esposa por el atacante. No hubo contacto carnal, dijo el médico, después de auscultar a Elisa.

Exhaustos regresaron a su casa. En ese pasaje, viendo a su esposo descompuesto, caminando a pie limpio, ella debió entender que su vida no volvería a ser la misma. Tenía razón, desde ese día, el gusano de la desconfianza se apoderó de su marido y comenzó a destrozarlo por dentro.

El fantasma del suceso provocado por Guzman se apoderó de la casita y se llevó todo al diablo. A los días de una vida de perros siguieron los días de la ofensa y los vejámenes. Primero fue el escenario de la ironía, de la pulla, de la frase desconcertante. Ella, triste y desesperada, dejó de comer por varios días. Él, resentido, hizo lo propio. Cualquier conversación, por simple que fuera, los atrapaba sin remedio en el mismo asunto. Tal era el cansancio de aquella celada del destino que los dos coincidían, cada uno a su modo, en que sólo la muerte traería el reposo definitivo. Del alba al crepúsculo y de éste a áquella, por las semanas que siguieron, Elisa escuchó las puntillosas, tormentosas e interminables palabras de Lisandro.

La idea de asegurar la fidelidad de su mujer se convirtió en idea fija para este negro dedicado a negociar y cuidar vacas en las afueras de la rústica y limitada localidad de Medellín.

Una de aquellas tardes, cercanas al fin de aquel año de 1898, ella respiró un aire suave y tibio, como quien se despoja de una armadura, cuando su compañero le propuso cesar, en adelante, toda relación sexual. La sensación de alivio duró un par de minutos porque, acto seguido, Lisandro le dijo que se colocara unos candados para tranquilidad de los dos. El terror tomó posesión del cuerpo de Elisa y casi en trance, sospechó que un extravío se había apoderado de la atribulada cabeza de aquel ya desconocido cónyuge, quien, redondeando las imágenes que dominaban su mente, para dar forma definitiva a su concebido dispositivo, le insinuó el uso de un material diferente al oro, que a él le resultaba costoso y estorboso. El terror cedió paso a un espanto, que no se puede expresar en vocablos, el día que lo vio llegar a casa con las argollas de cobre. En las tres semanas siguientes ese espanto se transformó en odio, acumulado atardecer tras atardecer, cuando la mujer, incapacitada para sus labores ordinarias, debía quitarse las ropas y mostrar la vagina argollada a la mirada vigilante de su marido.

Pasados unos cuantos días del nuevo año de 1899, Lisandro sintió los arrebatos del sexo escaso, ocultó del rostro las muecas de desprecio y se acercó a Elisa para saciar sus ganas. Amparado en los deberes de un casamiento ante cura, convenció a su desconcertada mujer para que apartara una de las argollitas y la penetró, después de la puesta del sol. Durante el coito, uno de los aros de cobre desgarró la carne y quedó sujeto de un solo agujero. Así lo encontró él al examinar las partes de ella, en su revisión diaria, después de los alimentos y el rezo, en la noche del día siguiente. Obligada, como tres semanas antes, ella tomó la aguja y abrió un nuevo hoyo por donde introdujo la argolla zafada.

Al paso de los días de mediados de enero de ese año se agregaban los rumores y las charlas en voz baja de los vecinos de la desventurada pareja. El estrecho universo de Belén se volvió un infierno para Elisa. Pronto supo, por la actitud avergonzada de sus amigas y comadres, que ya era notorio y público el suceso de aquellos aros incrustados en su vulva.

Una de las primeras en conocer la historia fue Rosa Vélez. Se la contó el propio Lisandro. Éste la obligó a callar la boca, cuando Rosa le cobraba unos reales. Por ese momento, la pasmada señora olvidó la vieja deuda cuando escuchó la parte final de la frase. Tengo a mi mujer argollada, le puse dos argollas y con ellas está, le dijo y se marchó. Un par de días antes, o después, fue Josefa González la soprendida, al oir un relato similar de labios del mismo protagonista. Al principo no le entendió nada porque en medio del comentario usó una extraña palabra, candidado, desconocida para ella. Increpado fue al grano y le contó que había colocado unos candados a su esposa. Por cuchicheos, murmullos, secreteos y decires, estas mujeres y muchos otros personajes de aquel pueblo chiquito, cada uno a su particular modo de ver y entender el mundo, terminaron de armar aquel rompecabezas, que involucraba a dos de sus vecinos, un hombre y una mujer, con alta probabilidad descendientes de viejos esclavos negros del lugar.

Mientras su marido atizaba el fuego de las murmuraciones, Elisa intentó olvidar el ultraje con los oficios de todos los días, pero los movimientos de su cuerpo, fuera dando de mamar al más bebé de sus hijos, recolectando verduras, cortando caña o partiendo leña, le avivaban el roce del metal sobre su carne. En las noches, la afrenta tomaba forma en los ojos escrutadores de Lisandro que, sin apelación, hacían un movimiento imperceptible sobre los aros de cobre. Cerca de un mes llevó las argollas en su sexo, hasta el momento en que Lisandro las retiró, conmovido por una súplica suya.

Por muchos días Elisa no dijo nada, pero el 13 de febrero de 1899 sorprendió a su marido y a sus vecinos. Pidió hablar con el inspector de policía José María Pérez y expuso, después de jurar ante un libro de las sagradas escrituras, lo que ya muy pocos desconocían en aquel lejano paraje de Medellín. Por ser analfabeta, firmó en su nombre un testigo, un tal Agapito Pérez. De inmediato, el funcionario ordenó el comienzo de un sumario por maltratamiento contra Lisandro Palacio.

Favorecidos por las distancias cortas, ese mismo día desfilaron por aquella oficina dos médicos peritos y dos testigos. Los doctores, Ezequiel Velásquez y Clemente Zuluaga, estudiaron las huellas dejadas por las argollas y afirmaron que hallaron en los pequeños labios de la vulva de la denunciante una perforación en cada uno de ellos, causadas con un instrumento punzante como una aguja o un alfiler, que al parecer permaneció allí algún tiempo. A ellos, siguió la declaración de Camilo Álvarez, el hombre que evitó un final desgraciado a Bautista Guzmán, atacado por Lisandro cuando intentaba tomar por la fuerza a Elisa. Al iniciar su relato, el hombre intentó escudar sus afirmaciones en los rumores, y dijo que, sin constarle, todo lo sabía por chismes. Antes de firmar recordó, quizás por el temor a pecar con un juramento en vano, que el propio Palacio le confesó, pocos días después, que había argollado a su mujer por lo sucedido con su cuñado. El escribano terminó su trabajo aquel día usando pluma y tinta y pasando al papel las palabras, ya conocidas, de Rosa Vélez.

Tres días después, Lisandro se presentó y, sin apremio ni juramento alguno, respondió a un par de preguntas del inspector local. Dijo ser católico, apostólico y romano, casado, negociante y de 38 años de edad. Dijo que daba indagatoria por la cuestión de unas argollas que se puso, por gusto propio, su mujer Elisa Uribe. Dijo que ella le pidió permiso para colocarse las dos argollas pequeñas de cobre. Dijo que accedió al deseo de ella por recuperar la tranquilidad del hogar, perdida desde el momento en que la encontró próxima a un acto carnal con un hombre que no era él, su legítimo marido. El secretario le pasó una pluma, y lo vio firmar. De inmediato se dirigió a Elisa, que esperaba su turno, y le recibió la segunda declaración en aquel sumario, que no superaba los tres folios. Ella se retractó. Dijo que las providencias dictadas por el señor inspector limaron las desavenencias con su esposo. Dijo que Lisandro obedecía su promesa y respetaba los mandatos del funcionario. Dijo que creía en él y en su arrepentimiento sincero. Dijo que reinaba en el hogar la paz y la tranquilidad con visos de larga duración. Dijo que haría cualquier sacrificio para mantener la armonía doméstica, que por esos días disfrutaban. Dijo que no soportaría que sus cinco hijos sufrieran un terrible desengaño cuando, convencidos de su propio ser, comprendieran que entre sus padres hubo un antecedente funesto y degradante. Al final pidió la supresión del proceso de aquel juicio porque nada pedía ni quería contra su esposo.

Algunos vecinos vieron caminar a la pareja rumbo a su solitaria morada. Aquella tarde, Elisa olvidó hablar del martirio prodigado por Lisandro durante los tres días que mediaron entre su denuncia y su retractación. Enterado de la acusación en su contra, Lisandro resucitó los términos hirientes, los manotazos a diestra y siniestra, y hasta eventuales golpes con una vara de caña dulce en la cabeza de su mal hablada mujer. Sin importar la rendición de Elisa, durante el mes siguiente, todas las mañanas, antes de tomar unos tragos, santiguarse y salir a laborar, tomó un puñal, en unas ocasiones, o una barbera, en otras, y amenazador, la obligó a flagelarse con un rejo hecho de cuero templado de vaca, que dejaba su espalda roja y cuarteada. Suplicio que nadie supo, hasta algunos meses más tarde, en aquel pobladito dedicado a cultivos domésticos y al engorde de vacas, cerdos y gallinas.

La claudicación de Elisa fue ignorada por el inspector que, el 6 de marzo de ese año, remitió a Medellín la causa. Desde el 22 de ese mismo mes, Jesús Escobar, fiscal primero de la ciudad, asombrado por el caso, al que calificó de célebre, dedicó toda su energía a llevar tras las rejas al negro Lisandro Palacio. Solicitó ampliación de indagatorias a testigos, peritos y al agresor y a la ofendida. Y ordenó a Pérez, el inspector, exigir con premura el candado y las argollas, para trasladarlos al centro de la población.

A la regular procesión matinal de mujeres, llevando a cuestas atados de caña de azúcar para la venta, se sumó el paso de varios testigos, Lisandro y Elisa, que durante algunos días llegaron, desde su fracción, por un caminito estrecho, rodeado de arbustos, guayabos y naranjos, al despacho del Juzgado Primero Superior de Medellín. El escenario con hombres de leyes, escribanos y curiosos, seducía a unos y asustaba a otros. El motivo, las argollas incrustadas en los genitales de una mujer, fue entonces escándalo general. Frases sueltas, dudas inquietantes, datos desconocidos, evasiones temerosas, afectos escondidos, broncas inconclusas entrevieron, acaso, juez y fiscal, en las declaraciones de los implicados.

A todos, doctos y pueblerinos, los acosaba el fetiche de aquel hecho criminal resaltado por el juez Miguel Arango como notorio por su bajeza y detestable por la manera como se consumó. El sumario pasaba de mano en mano, funcionarios de juzgado y policías lo llevaban de una oficina a otra, de donde salía aumentado en adjetivos: cruel, vil, salvaje, infame, negro, inmoral, brutal. ¿Qué artículo del Código Penal aplicar al novísimo delito dentro de la criminalidad local? ¡Qué dirá la civilización cuando lo sepa! ¡Los draconianos pedirían la pena capital para el esposo inhumano y cruel! Nadie puede herir a otro abusando de la mansedumbre o del espíritu opacado por un desequilibrio mental del agredido. La ofendida, negra sin facciones hermosas, ni formas esculturales, y de escasos atractivos espirituales, ¿fue víctima de los celos de su esposo, o del hastío de un matrimonio desgraciado? Inquietudes que por varias semanas acompañaron los comentarios, a las horas del tabaco y el café, de varios habitantes de la población atrapados por aquel suceso.

Las 56 personas que participaron como implicados, declarantes, testigos, peritos, policías y funcionarios del caso tampoco podían sustraer de su voz y pensamiento el término argolla, dispositivo en el que parecían resumir la desventura de aquel matrimonio de negros. Desde el día en que se abrió la causa, el 13 de febrero de 1899, el asunto de las argollas mantenía en suspenso a los participantes del proceso. Desde esa fecha, cuando los doctores Ezequiel Velásquez y Clemente Zuluaga observaron y hablaron de las señas dejadas por el metal en la carne íntima de Elisa, no pararon las habladurías.

En dos oportunidades, el juez superior Tulio Ferrer mandó a los policías de Belén a recuperar las argollas. La primera vez, el 5 de abril de ese año, la atormentada mujer juró que los dos aros, enlazados por una serie de argollitas a una cadena de cobre, se le perdieron, días después de que su esposo se los quitó. La segunda, tres semanas más tarde, ante el acoso del fiscal para que fueran entregadas, en compañía del candado, la pareja envió unas muy semejantes en grandor y grosor, de las cuales el escribano Pablo Julio Morales intentó un dibujo, que aunque lamentable, quedó como constancia gráfica del desaparecido cuerpo del delito, en el folio vuelto 13. En la hoja siguiente, ese 25 de abril, Morales tomó de nuevo la pluma y trazó un par de comillas para plasmar una declaración más de Elisa: “Abrite los huecos y si no te los ponés te mato…[después] arrojé como media pucha de sangre de modo que mi marido mismo tenía que atajar la sangre porque volaba la pluma”.

Acto seguido, el escribano dedujo porqué temblaba el cuerpo de Lisandro mientras respondía a las afirmaciones de su vecina María Josefa González, quien lo acusó de mentiroso. Vacilante, Palacio observó la firmeza con que la mujer lo contradecía en lo dicho por él cuatro meses antes en la esquina de don Tomás Escobar, en cercanías a su casa. En el careo, su semblante palideció y juez, fiscal y secretario tomaron atenta nota de la evidente manifestación nerviosa del acusado. En adelante, resultó inverosímil el relato de Lisandro, evasivo a la hora de responder por el maltrato y envalentonado cuando se trataba de culpar del episodio a su mujer.

Al día siguiente, el inspector de policía de Belén, ante la contundencia de las acusaciones, arrestó a Lisandro Palacio por maltratamiento contra su legítma esposa Elisa Uribe. Cuarenta y ocho horas permaneció tras las rejas, y el 27 de julio abandonó la pequeña penitenciaría del lugar, después de que Marco Velásquez se constituyera en fiador de cárcel segura, con garantía de 200 pesos, para responder por él ante las autoridades. Al salir, el inspector condicionó la libertad de Palacio a que no golpeara, de nuevo, a su esposa Elisa.

Durante el paso de ocho semanas la vida del matrimonio no llamó la atención de sus vecinos y nadie presentó pruebas de otras apaleadas o de nuevas flagelaciones en la casa de los Palacio Uribe. Sin embargo, el 7 de julio, después de estudiar el caso, Obdulio Palacio, Marco Aurelio Montoya y Valerio Bermúdez, integrantes del jurado de acusación, hallaron méritos suficientes para que la justicia le siguiera causa a Lisandro Palacio, hijo ilegítimo de de María del Rosario Palacio, natural y vecino de Belén, como de 38 años de edad. Un día después, el juez ordenó su captura, sin derecho a excarcelación con fianza, y Palacio fue recluido en la cárcel de varones de Medellín.

Con esa malicia tan propia de los negociantes locales, Lisandro intentó ablandar a fical, juez y jurados. Preso en un caserón grande y húmedo contaba su versión a delincuentes de poca monta, que le preguntaban con insistencia detalles de la argollada de su mujer. Exceptuando un par de charlas informales, en sus declaraciones Palacio aseguró que Elisa, de buena, se rompió con una lezna y se colocó los candados para salvar su matrimonio, movida por su debilidad al oír palabras seductoras de otro hombre, cerca al lecho nupcial. Inspirado por su defensor Nicolás Mendoza, y en un intento más por salvar el pellejo, el negrito Palacios, como le decían sus patrones, dijo que adoraba a sus hijos, que se desvelaba por ellos, que los cuidaba con solícito afán, que los enseñaba a rezar, que los hacía dormir y los acompañaba de noche; de su mujer dijo que se habían amado entrañablemente, que dormían siempre en un mismo lecho y que el brazo de él le servía de cabecera a ella para conciliar el sueño. A estas palabras, dichas el 17 de julio de 1899, agregó que el matrimonio había recobrado la armonía y vivía feliz en compañía de sus hijos.

Varios de sus amigos y patrones ratificaron como verdad algunas de las aseveraciones de Lisandro. Hablaron de su condición humilde, de su ignorancia y nula instrucción, de su carácter impresionable y nervioso; hablaron de su respeto por la religión, por los contratos y por la propiedad ajena; hablaron de su buen comportamiento distante del mundo del pecado, los licores, los naipes y las mujeres; hablaron, en fin, de Palacio como un buen hombre de familia y como un buen ciudadano. Ninguno de estos declarantes recordaba la condena de seis días de arresto que pagó Lisandro, impuesta por el inspector de policía de Belén cinco años antes, el 2 de julio de 1895, por desobediencia civil.

Acaso por saber que Lisandro estaba preso y no vendría a cobrarle sus palabras a puñetazo limpio y a rejo pelado, Elisa fue la única persona que lo contradijo. El 11 de agosto 1899, desmintió una a una las afirmaciones maliciosas de él: Quien enseñaba doctrina a sus hijos todas las noches ante la mirada indiferente de su marido era ella, y ya ni recordaba las noches en que éste le prestaba el brazo para que le sirviera de cabecera. Hizo una pausa, buscó en su cabeza, y le resultaron remotos los tiempos de amoríos y afectos de su hombre.

Los rutinarios días finales del siglo XIX sorprendieron a Lisandro apurando tabacos, atrapado y solitario, atento a las sorpresas de una cárcel estrecha y oscura. Por esa época pudo pensar, acaso, en los trabajos de su mujer Elisa para mantener a sus cinco hijos vivos; o tal vez, siguió en su objetivo de resarcir el honor de marido ofendido, ante un público de hampones de medio pelo sediento de historias.

Por un par de meses, afuera, en el escenario público, casi de aldea pueblerina, el escándalo de la argollada había desaparecido, hasta que cierto día, el 18 de octubre de 1899, el policía Julio Londoño recorrió la vecindad de Belén y llegó a la casa de Elisa. Intimada ante aquel sujeto de gorra ancha y representante del poder local, ella preparó su mejor vestido y dispuso a tres de sus hijos, menores de ocho años de edad, para viajar en la mañana siguiente al centro de la población, donde debían participar del juicio final contra su esposo y padre.

Para ese 19 de octubre, el abogado defensor Nicolás Mendoza pidió la presencia de Tomás Quevedo y Juan de Dios Uribe, médicos sobresalientes de la población, para que examinaran y midieran la vulva de Elisa, antes de que el jurado entrara en sesión reservada. Sin que nadie supiera los motivos, los doctores ignoraron la petición del apoderado de Lisandro, y para descanso de Elisa ese día nadie revisó sus ultrajadas partes.

A la una de la tarde, tomó asiento con sus pequeños para asistir a la solemnidad de un evento desconocido, con la presencia de extraños. Observó a tres hombres, elegantes y serios, ocupar el lugar dispuesto para el jurado calificador. Luego escuchó con paciencia la lectura del expediente. Apenada, revivió la sensación provocada por aquel objeto invasor incrustado en su interior y sus largos momentos de amarga melancolía. Miró la figura de su marido, contestando las preguntas de un último interrogatorio. Luego se levantó y obedeció al juez quien la enfrentó, en cara a cara, con Lisandro. Las palabras le resultaron conocidas y huecas. Todo estaba dicho. Regresó a su lugar y se distrajo con sus niños, mientras fiscal y defensor se turnaban en el uso de la palabra.

El juez terminó la audiencia y entregó el expediente y dos preguntas a los jurados: ¿Es el acusado responsable de haber maltratado de obra a su legítima consorte Elisa Uribe colocándole dos argollas metálicas en la vulva y perforándole los pequeños labios de ese órgano? ¿Es responsable del hecho de haber intimidado y amenazado a su esposa, para que sufriera o tolerara en su persona la colocación de las argollas metálicas? A la primera pregunta contestaron que sí, contrario a la segunda a la que dijeron no.

Apoyado en la decisión del jurado, el juez Tulio Ferrer dictó sentencia contra Lisandro Palacio. Determinó que actuó a sangre fría y con crueldad, pues arregló de antemano las argollas, consiguió el instrumento perforante, indujo a la ofendida a que soportase la presencia de esos cuerpos extraños con detrimento del libre uso del órgano lesionado, y con el agravante de que luego tuvo acceso carnal a ella y le colocó de nuevo una de las argollas desprendida en ese acto. Antes de proceder a mencionar la pena, habló de la falta de ilustración del reo y de su buena conducta. Luego levantó su voz y lo condenó a dos años y seis meses de presidio en la cárcel local y a pagarle cuarenta pesos a Elisa, como indemnización por los daños ocasionados. En cuanto a los instrumentos con los que ejecutó el delito, la lezna, el candado y las argollas, el juez ordenó que pasaran de las manos del agresor a ser pertenencia exclusiva del estado colombiano.

En un desesperado intento por salvar a Lisandro de la condena, su defensor quiso banalizar el suceso, que no consideraba horrible, y del que pedía fuera mirado como una extravagancia lastimosa de dos personas que tocan con estrépito las puertas del cretinismo. Sólo logró, una vez más, la libertad bajo fianza de su protegido, el 5 de diciembre de 1899.

Durante nueve meses, Lisandro regresó a su vida cotidiana. En esa larga temporada la pareja tampoco dejó rastros de su vida. Los días pasaron sin saber, con certeza, si el matrimonio de negros regresó al calor del lecho o a las humillaciones del maltrato.

La causa continuó su marcha ineluctable y el 20 de septiembre de 1900, casi dos años después de argollar a su mujer, el negrito Palacios fue entregado por su abogado Nicolás Mendoza a las autoridades para cumplir su condena. Ese remoto día, enterada de la noticia, Elisa debió desear que esos cuantos meses de Lisandro en la cárcel fueran eternos.